Teníamos ganas de ponernos a jugar baraja o scrabble o algún otro juego de mesa luego de esas agujas en salsa verde que preparó Milagros y que estaban de rechupete –las agujas viene a ser un corte del cerdo que se hace acá incluyendo el hueso de lo que en México se corta como espinazo pero con toda la carne a su lado, con lo que quedan unas chuletas que son la parte más sabrosa del animalito-; teníamos tomatillo de milpa todavía del que trajo María Aura, porque aguanta mucho en buen estado y el cilantro ya lo venden en muchas verdulerías en Madrid, así que había lo básico; hasta frijoles refritos y una salsa de chilitos verdes religiosamente picosa, también tenemos una estufita china que ponemos al lado de la mesa y ahí calentamos las tortillas, de modo que podemos taquear sin restricciones y con la debida ortodoxia. Y con esa disposición de jolgorio dominical mexicano invitamos a Oscar y dimos buena cuenta de las raciones del puerquito y de una ensalada de jitomates con sardinillas, aceite para remojar el pan y orégano cualitativo. Rico, pues. Hasta con ganas de echarse unos alipuses para tardear relajaditos.
Pero ahí vino el bajón. Parece como que la sangre agarra todo el oxígeno que se asoma al cuerpo y lo usa para sus digestivos fines y entonces el fulanito no tiene casi forma de respirar, se le pelan los ojos y venga desde el diafragma espasmo tras espasmo con una tos re fea que le impide no sólo la disposición para jugar sino para estar en cualquier posición y para departir con nadie –ni consigo mismo siquiera- y entonces lo que procede es que los demás se sientan incómodos, el anfitrión se sienta incómodo, la señora de la casa se sienta incómoda y diga bueno pues los dejo solitos un rato para que hablen de sus cosas y empiece a llevarse platos y cazuelas para la cocina. Oscar entonces, claro, incómodo, ve el reloj, se horroriza con mis tosidos, se apura el mezcal y dice que tiene que ir a ayudarle a no sé qué cosas a su suegro. Se levanta y se va.
Y así, con tan poca gloria, ve nuestro pobre hombre que comienza su relato vespertino. No era una tarde especialmente luminosa, luego esos reflejos que entran a mansalva y se distribuyen como fractales alegóricos por todo el techo del salón estaban ausentes y el verde de las plantas asomadas a las ventanas trataba a toda costa de engalanarse con sus propios matices pero acabando por aceptar que el verde es un solo color y que todas con tal de seguir siendo verdes son iguales. El relatado sabía que al menos durante dos horas habría de tener alma, vida y corazón comprometidos en toser la digestión, como una maquinaria externa de ayuda a los movimientos ventrales para que se revuelva bien la mengambrea y tomen su respectivo curso las partes de la cosa: proteínas por allá, vitaminas por este lado; aminoácidos, derechito; minerales, por aquí sin hacer ruido, por favor; a ver tú, colesterol, ¿qué no sentiste el fregadazo de aceite puro de oliva virgen sopeado en el pan?, pues era para que te sesgues, ojete; a ver el colesterol bueno: por aquí te resbalas, papacito. Y todo retomara su armonía si no hubiera sido porque nuestro galán tuvo que irse a toser solo a otra parte, en donde con alguna película se entretenga. Ay, triste su calavera.