Pesadillas

Nada hay más terrible que las pesadillas. Por eso tienen tan mala fama. Yo no sé si en todas partes pero en mi casa las atribuyen a la luna, aparte de las más embarazosas que provienen de la mala digestión. Las peores experiencias de la vida se comparan con pesadillas, se dice que aquello fue una pesadilla cuando un capítulo cualquiera de nuestras vidas mereciera ser borrado de la memoria por espantoso; cualquier cosa, si cambia su signo de normalidad y nos hace inscribirnos en el sufrimiento, en lo incomprensible, en el dolor más intenso, pasa a ingresar el horroroso mundo de lo que llamamos las pesadillas.  Y vale lo mismo para lo personal que para lo colectivo. Un terremoto, un ciclón, un tsunami, una guerra civil, un golpe de estado, un bombardeo indiscriminado sobre la población indefensa, pueden inscribirse con absoluta legitimidad en la categoría de pesadillas. Aquello ante lo cual la adversidad se impone impidiendo toda acción correctora y ejerce su poder destructivo sin que haya fuerza que se lo impida. Y pocos gestos hay que se agradezcan tanto como el de alguien que se da cuenta de que estamos sumidos en una y puede despertarnos, traernos a otro plano y serenarnos con su generosa explicación: ya, ya, tranquilo, tenías una pesadilla, llorabas y gritabas en sueños, estabas sudando y te revolvías como poseso; ya pasó, ya pasó.

La mía de anoche no sé de qué versaba; la traje hasta la vigilia, abrí los ojos, me incorporé, di instrucciones, expliqué lo que sucedía –sin secuencia lógica, por supuesto, sin que la razón pudiera entenderla o interpretarla- vi la hora y el orden de las cosas de la mesilla de noche, traté de imponerme, y aun creo que fue más de una vez que ocurrieron estos movimientos; me rebelé ante la quietud que demandaba el sueño para seguir desplegando su putrefacta jalea; no me importó que Milagros durmiera, yo, como un militar en plena batalla, trataba de ser obedecido por mis hombres –Milagros entre ellos, por supuesto-, que cada quien tomara su lugar y respondiera con la fiereza y el tino necesarios para acabar con aquello; ni las piernas ni los pies ni el fatigado cuerpo podían quedarse quietos; yo los llevaba a la posición horizontal para disciplinarlos y que volvieran al sitio que les correspondía pero algo dentro de mí los incorporaba de nuevo y con creciente agitación procuraba confundir la realidad con el sueño.

¿No quieres que te haga una tila?, dijo la voz de Milagros saltándose todas las trancas de la cerca en que estábamos inmersos, y se levantó, salió de la habitación, me dejó a solas batallando con una convicción que se deshacía como azúcar en el agua. Tal vez fue entonces cuando comprendí que se trataba de una pesadilla, o quizás fue después, cuando tomaba la infusión abismado ante el vapor que salía de la taza. Luna llena, martes    20 de mayo. El resto de la noche fue un tiradero que me llevó a la madrugada entre cúmulos de desperdicios hasta el vislumbre de la mañana que se negó a recibirme con placidez para reparar un poco los estragos de la pesadilla; la cama me arrojó de sí demasiado temprano pero tan estragado, tan maltrecho que no pude centrarme en nada, ni escribir ni leer ni pensar: todo yo, puro despojo de la noche de pesadilla.

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