¡Ah, caramba, un buen catarro!

¡Éramos pocos y parió la abuela! A la suma de agravios que mi cuerpo tiene, hoy hay que sumarle un catarrazo. Se viene perfilando desde hace no sé cuántos días, pero en el pedregoso transcurrir de esta noche se le declaró de plano a mi graciosa persona y ahí se han pasado la noche en su romance morboso mientras yo daba vueltas para un lado y para otro –hasta eso, que vueltas, lo que se llama vueltas, no puedo dar, porque nada más duermo de un lado, del derecho, que es el que tolera que le apachurre el pulmón porque si aplasto el otro, el bueno, ya no me queda con qué respirar y allí si se viene la de Dios es Cristo: toser hasta la desintegración del individuo que se deshace en toses lubricadas con abundancia por una agüita blanca que escurre de ambas fosas nasales sin ningún recato y valiéndole madre si hay visitas o estoy solo-.

Yo no me explico cómo la gente dice: no, no está enfermo -dice el hombre que está monologando en la triste orilla de su cama-, nada más tiene catarro; como si no sintiera uno todo el cuerpo comprometido con la desgracia, como si no se achatara toda sensación de bienestar y no se pusiera en la frente una sombra maligna y el cuerpo no pidiera la misericordia del reposo en una temperatura estable y acogedora; la cabeza disminuye sus funciones, deja de saber y de querer conocer cosas nuevas y se adentra en el misterio de sus funciones alteradas por un agente externo. Y ya lleva muchos días, yo creo que semanas, coqueteándome; se me asoma por un ladito, se me asoma por el otro y seguramente no había encontrado puerta descuidada por donde colarse con sus paños de ardor y congestiones.

Estoy leyendo una novela policíaca de Henning Mankell y el detective Walander, el protagonista, se siente de la patada, le duele horrible la garganta al tragar, tiene fiebre, y está completamente disminuido; pues se sale en la madrugada, con aquellos fríos suecos a la altura del cero, lloviendo, sin impermeable y sin botas para el agua, de modo que se empapa la ropa; se queda varias horas haciendo sus investigaciones hasta que regresa a su casa hecho una sopa, se da un baño de agua caliente, se duerme un par de horas y amanece bastante mejor. Me parece un abuso de la buena fe del lector; debiera tener una neumonía y abandonar el caso que está investigando para irse a urgencias a que lo estabilicen. Por eso la gente pierde la fe en la literatura, cuando se convence de que los autores manipulan a sus personajes como les da la gana.

Yo sé que ya no debiera hablar de enfermedades, que debiera asumir el pensamiento positivo y decir cada mañana: tengo que quererme, yo soy lo mejor de la creación, tengo que valorar el privilegio de percibir el mundo con los sentidos, poder llevar esas experiencias al pensamiento y remitirlas por medio del alma al gran todo universal que nos engloba y en el cual estamos inmersos como la gota de agua en el océano. El problema es que aquí se trata de gotas con bufanda, del momento en que a la partícula ínfima le da catarro, le arde la nariz, le escurren los mocos, le duele al tragar y a ratos le suda la frente, le sube la temperatura, estornuda y se le acaban los pañuelos desechables. No es para estarse haciendo el esotérico.

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