Un pinche día

Ayer sí que tuvimos un día malo –le dice a su imagen en el brillo de la pantalla del ordenador-, vamos a ver si hoy lo mejoramos porque de plano días tan malos son para dejarlos guardados en casa, para que sirvan de ejemplo en concursos de desgracias y para sacarlos en noches pesadas en las que ya pasadas todas las emociones lo único que queda es hacer valer lo peor que se ha resistido para ponderar un poco el mérito propio, aunque sea necedad competir con cosas de tan escaso relieve y nula felicidad. Muy mal, la verdad; empezando porque el fuelle que llena los libros de actas de los pulmones parecía tener una fuga, como esos viejos cueros que se resecan y de tanto abrir y cerrar por el mismo doblez acaban rompiéndose y se les escapa el soplo; por más que tiraba en el tendedero de listones del aire entraban apenas hilos delgados y descoloridos, y eso con desgano y malhumorados, y no los mejores sino los deslavados que se ve que han quedado fuera mucho tiempo por no tener atractivo ni ofrecer garantías. Pero con esos anduve tirando todo el día, pues nimodo, ¿qué había de hacerle?, hay veces que ni las cosas más vitales te responden y no te queda más remedio que aguantarte y tratar de pasar el cacho de pantano que esta vez te tocó. A ver si no se repite el chistecito porque después de tantos años de buen respiro se antoja poquísimo esta precariedad.

Qué digo bueno, ¡magnífico!, si me acuerdo las caminatas por el campo frío, cargando mi mochila y escogiendo los retoñitos de aire nuevo que soltaban los pinos y los oyameles, enmielados de oxígeno nuevo acabado de nacer entre las hojas de las coníferas y repartiéndomelo para no llenarme la boca y que no me atragantara; un poquito cada vez, cada respirada un chorrito adecuado a lo largo de mis pasos para no tener que fatigarme y poder llegar al final del camino rebasando a los atrabancados que corrían con la bocota abierta sin prudencia y me los iba encontrando sentados en las piedras del camino respirando con dificultad y tratando de coger nuevo impulso para poder seguir hasta el valle en el que estaban previstos los juegos y las carreras.

Y eso, claro, -lo de ayer, digo- hacía que el ánimo tuviera tan poquita luz que apenas se veía, más bien parecía un llamita ya apagada y lista para ser sustituida por otra. Andaba por la casa como si todo estuviera a oscuras, y eso que la casa tiene tanta luz que entra por tantas ventanas y que las plantas no alcanzan a consumir; en vez de eso parece que la activaran, que le sacaran los brillos para que conforme entra en la casa se distribuya con alegría y engalane los colores de muebles y cuadros, de tapetes y objetos que se han ido acumulando sobre las mesas y por donde quiera. Nada bien estuvo el día, pues, nada que uno quisiera repetir sino más bien ir dejándolo hasta atrás para que con el movimiento de los vaivenes de la cola se seque y acabe por caerse de la memoria. A ver si no se repite. Hagan changuitos.

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