Las horas de trabajo

Yo soy aquel que ayer nomás decía…, desperté pensando, o sintiendo, más que pensando. (¡Ah, si pudiera yo hacer alguna vez un verso semejante!) Y es que dormí. ¡Dormí! No floté sobre las horas oscuras recogiendo la basura de mis quejas sino que dormí, dejé de sentir el paso monótono de las horas infinitas y me pegué al ritmo del silencio. No es que haya dormido todo lo que deseaba (porque ahora tengo un apetito voraz e insaciable de ese abandono), pero fueron varias horas seguidas en las que pasé el tris entre una y otra toma de conciencia. Y eso que tenía yo metidos en la nariz los tubitos del oxígeno y pensé: este estorbo no me va a dejar dormir, lo voy a perder a la primera, me voy a despertar y sepa dios dónde habré dejado la respiradera. Pero no, aquí está y ni lo sentí.

Pero quedé atónito cuando lo trajeron. No se trata de un tanque, o una bombona, como aquí se le llama, sino de una máquina que saca el oxígeno del aire inagotable del entorno y lo va filtrando y metiendo en su depósito del que abastece al respirante que lo use. Una maravilla. Ya no hay que llenar infinitos depósitos costosos e inmanejables sino encender la aspiradora imitación de pulmón y a respirar todos alegremente.

Pero miren ustedes, ya se me volvió a pasar la mañana sin poder concentrarme en mi trabajo diario (que es este); cada momento que pasa hay más movimiento en mi apacible entorno y todo me distrae y todo me es excitante, de modo que me retiro del aire antes del tiempo que voluntariamente he puesto a esta emisión y les deseo a todos buena tarde.

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