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El que canta…

De toda libertad,
palabra por palabra, digo,
(y me cae que mi corazón es cierto)
canto, holgazaneo,
para que me mires y digas: qué desperdicio de horas,
envidiable.
Poseo el don del tiempo,
la catrina calma y el más chicho recreo:
uvas de sol y luna,
uvas de estarme solo todo el día,
uvas de hablar contigo y de que me oigas
porque como yo
quieres hablar con alguien
de esta prodigalidad del mundo. Y es cierto,
todos los caminos van a tu boca
y van a que tú puedas decir lo que te dé la gana–
Caminaras, horas enteras caminaras,
ciento cincuenta pesos de zapatos
una noche caminaras, cientos de angustias juntas
te acabaras–
y ni hablar de todo lo profundo, qué caray,
yo mejor desentono pero canto,
te invito un café,
te quiero,
te llamo a las cuatro de la tarde,
gentecita,
gentecita mía,
porque elegí en el mundo (y cómo no)
los días de sol para vestirme de colores– que te pica
el miedo, que te dice,
que te unta su nata pegajosa,
que te dice que no
y a mí que me desespera–.
Pero con una concha grande me muerdo los bigotes,
como mangos a las doce del día,
viviendo claramente (en serio)
para que no se te aparezca nunca
la nebulosa esa desgraciada
de mi melancolía.
Qué más quieres.

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