Las cosas provisionales
Hay cosas que uno tiene que comprar cuando se ofrece: un paraguas, por ejemplo. Pero si hay algo en lo que se cebe la fatalidad de los objetos perdidos es en los paraguas; se puede decir que tienen una vocación irreductible de compartir amos, de venir a ser propiedad de todos y de nadie. Cuesta un trabajo tremendo hacer que se reconozcan en quien los tiene. El taxi, el restorán, el autobús, el cine, la casa de aquella reunión tan divertida, el vestidor de la tienda de ropa e incluso cualquier pared en donde puedas recargarlo, se le vuelven querencia -se les podría ver un hilillo de saliva golosa resbalándoles por la comisura de la boca, si la tuvieran, y una sonrisa envidiable-, se mimetizan, desaparecen a la vista y al recuerdo y si no está lloviendo a cántaros en el momento en que sales del lugar, ahí se quedan, felices con la expectativa de comenzar una nueva aventura en otras manos. Si pudiera pedirse lealtad a los objetos estos serían los campeones de la ingratitud, aun más que los guantes de la mano derecha o que las gafas de sol.
Cuando pasé el primer verano tórrido en Madrid y tras él vino el otoño con sus imploradas lluvias posteriores a la resequedad, me vi impelido de manera perentoria a comprar un paraguas en el primer lugar que me quedó a mano: una tienda de las de todo a cien (concepto que no existe en México, por ejemplo, pero que identifica a unas tiendas, generalmente de chinos, que venden toda clase de productos muy baratos y en los que no se puede esperar que prive el concepto de calidad.) Un paraguas negro, grande, de barra metálica y mango de plástico barnizado de color caoba, imitando la madera; me costó mil pesetas, que al cambio del momento eran aproximadamente cincuenta pesos o un poco menos que cinco dólares, una ganga, un chollo. Sobre todo porque acababa de soltarse la lluvia, yo estaba vestido de traje y con corbata (ropa de trabajo) y la pura tintorería podía rebasar el precio de ese paraguas. Que se me pierda, qué me importa, que se quede donde le dé la gana, que se rompa si quiere, que se volteen sus varillas con el aire y se vaya volando a donde no lo vuelva a ver, al cabo sólo lo quiero para no mojarme ahorita.
Llevo casi seis años viviendo en Madrid y sigo usando el mismo paraguas; la cantidad de lluvias de que me ha cubierto promediadas con lo que pagué por él, hacen que cada vez el monto, las mil pesetas, se vuelva más partículas de centavo, como los miles de gotas que han caído sobre su sólida consistencia, y lo hacen ya un objeto excepcional que debiera tener una promoción mucho más amplia y un lugar más escogido en mi aprecio. He acabado por perdonarle la humildad con que me mostró sus orígenes: al muy poco tiempo, el mango, la curva del bastón con que se lleva de la mano, comenzó a despintarse y a mostrar, como en una psoriasis aguda, en un deslavado irregular y galopante, el color interior del material de que está hecho: un rosado mortuorio de plástico reciclado, ceniciento e innoble, salpicado de pecas color caoba: horroroso. Confieso que muchas veces me dio vergüenza, sobre todo en reuniones con diplomáticos y altos funcionarios, ser el propietario de ese paraguas tan feicito que de manera comedida, junto con el abrigo y la bufanda, me entregaban a la salida la señora, el propio anfitrión o algún bedel.
Ahora, cuando me veo en la necesidad de pensar en las cosas que han de sobrevivirme miro el paraguas y le perdono su precio, le perdono su origen bastardo, el ser tan poquita cosa y sobre todo, le perdono la fidelidad, contraria a su especie, con que, siempre listo para ser usado, se ha quedado conmigo a ver pasar la rueda azarosa del tiempo.
Propiedades que las dueñas han
Y vámonos al poema. Se acabaron, por lo pronto, los breves y vienen dos, hoy y mañana, que les quitarán un minuto más. De este no tengo nada que decir, porque lo dice él mismo con su entera claridad. El título es alusión y homenaje por lo mucho que le debo al Arcipreste de Hita, antepasado mío.
PROPIEDADES QUE LAS DUEÑAS HAN
Parecido a cuando uno mete la mano en un nido y hay una cría reciente
que reclama la invasión a su cándido espacio
pero que acoge sin miedo al imprudente compartiéndole su calor íntimo;
ese calor que no es externo ni se asocia a ningún agente extraño
sino que está allí
y adentro
y allí, allí como su cálido nombre;
calor de vellón, de flojel de paño, de pelusilla bruta,
ese calor tranquilo que sin embargo en cualquier momento puede acreditarse como el origen mítico del fuego
y crear en el ojo del remolino o en el ojo del huracán un nuevo núcleo portentoso,
una mirada ciega que por su profundidad abismal tiene el privilegio de la luz en su confín remoto;
parecido a una nave pequeña para un solo marinero que se embarca cualquier mañana fresca hacia el final de su destino
y les cuenta a todos que sólo es una navegación sin consecuencias, un acto deportivo, un paseo, que volverá enseguida,
y se pone a escribir recados tranquilizadores para aquellos que lo van a esperar
cuando sabe que aun todos los mares conocidos y los mares por conocer sólo serán nueva ruta pacífica hacia el océano hirviente
en donde no nomás perezca sino se pierdan su nombre y su memoria,
según tiene escuchado el pobre en los meandros del sueño
en donde los dioses le depositan personalmente sus mensajes secretos;
parecido a una orquídea oscura que se ha tardado tanto en conformarse,
que ha puesto tejido por tejido a través de largo tiempo
con una voluntad de perfección en la belleza
que no hay insecto que resista su atracción de miel sombría y ácida;
saca el animalillo su lengüeta y testerea el pistilo y se desata una efervescencia de olores que opaca toda la hediondina salvaje de la selva;
una orquídea oscura; un lenguaje mayor en la academia de las flores,
donde todo lo que es lucido y lozano y vaharoso y promisorio se somete
al imperio solemne de esta floración de lo profundo, de esta forma inaugural de la belleza;
parecido a la escritura más antigua de que se tenga rastro,
y aún más lejos, en donde el garabato se escribía con el desplante de los elementos y quedaba en la roca,
en la concha, en los caparazones de la magia, en la conformación de las especies y en el arenero feliz del firmamento;
allí donde, perdóname que te lo diga, iban a consultar los más remotos dioses lo que se debe hacer para ser acogido en su sabiduría
y poder proceder de inmediato al festín de los orígenes;
parecido a una mano en la oscuridad que es la última esperanza del condenado
entre cuyos dedos enigmáticos mi lengua temerosa se atreve y se retracta;
se atreve porque la mano es franca, amiga, cálida y tiene el activo revés de la caricia,
y se retracta porque teme que de repente salga el diablo con sus lenguas rojas, y boca a boca lo funda y se lo lleve;
me pregunto a qué baile se parece y estoy seguro de haberlo imaginado antes de que se abrieran al mundo mis sentidos,
se parece al más sabroso y cool de cuantos bailes han ejecutado en los lentos oasis las zahoríes para enhebrar las almas de los camellos en el ojo de aguja del deseo;
parecido a la frescura que provoca al oído la música bucólica de flautas, siringas y zampoñas
en un mediodía primaveral en que se baja uno del coche y a la sombra de un árbol
se pone a leer romances y madrigales en los que ya todo lo amoroso, lo descriptivo, lo carnal, lo tocante al enigma femenino ha sido dicho y sólo queda
atreverse a enfrentarlo, y
a decirte mirándote a los ojos que tienes el coñito más lindo, más aterciopelado, más tierno, más terso, más sabroso, más íntimo, más cálido, más dulce, más arrebatador que en mi vida he visto.
Escúchalo: [audio:http://www.alejandroaura.net/vozpoemas/PoemasyOtrosPoemas/AAura35propiedadesquelasduenashan.mp3]
Sigo con el tema
El problema es que los muchachos no tienen estrategia porque responden a un instinto, a una necesidad gregaria y lúdica, y la policía, en cambio, sí tiene estrategia y responde a un plan concertado desde las oficinas del poder público para lograr unos determinados fines políticos. Por eso es tan fácil usarlos cuando hace falta una demostración de capacidad de control dizque de disturbios, tan fácil apalearlos. Llegan súper equipados, con armas y vehículos, se apostan en determinadas calles -sus mandos están concertados con instrumentos de comunicación, por supuesto- y los enchiqueran, les cierran las salidas y comienzan a estrechar el cerco; los que tratan de escapar son los primeros golpeados; los demás se enervan, resienten la violencia de la autoridad y se encabronan, característica sine qua non de la juventud y políticamente calculada, responden con los botes de basura, con los materiales de construcción que encuentran a la mano, con las botellas, por supuesto. Empiezan a menudear los heridos de ambos bandos. Lo de menos es cómo se den las noticias, quién haya golpeado primero; ya sabemos que los chicos estaban bebiendo, charlando y noviando; hablando a gritos y meando en la calle; y los policías aparecen por ahí con un plan determinado.
El fenómeno del botellón lleva años ocurriendo; este alcalde empezó sus funciones va a hacer cuatro años, y precisamente este mes son las elecciones a las que se vuelve a presentar para repetir el puesto, y como les dije el otro día, durante estos cuatro años no dijo esta boca es mía en relación con las reuniones de jóvenes. El botellón estaba, en los hechos, plenamente autorizado. De pronto, sin decir agua va, le ha entrado la necesidad de corregir esa terrible anomalía de la sociedad, esa lacra de la ciudad que tanto molesta a los ciudadanos. ¡Cómo se le ve el plumero! Lo que me desconcierta es que incluso gente progresista de los medios haya caído en el garlito y le dé la razón al alcalde que, por fin, está resolviendo ese problemón que tienen encima los honrados habitantes de la ciudad.
No, los muchachos no tienen estrategias; porque sería tan fácil hacer quedar en ridículo al ayuntamiento: grupos de cinco, de ocho, de diez máximo, diseminados por todos los barrios con sus calimochos y previamente advertidos de que no deben permanecer más de una hora en cada sitio. Pero el problema es justamente el candor, el instinto gregario y la nula conciencia de que están siendo utilizados por el poder político.
Perdón que haya vuelto a tocar el tema pero es que, la verdad, me parece importante aportar un grano de arena para la defensa de los jóvenes que están siendo injustamente satanizados por los medios y suciamente utilizados para fines electorales; siquiera que unos cuántos sepan que hay alguien que no está de acuerdo. Me hace recordar esa asquerosa ley de los años treintas en la ciudad de México, que no sé si ya se haya derogado, que consideraba “faltas a la moral” el hecho de besarse en público y que ha servido a la policía para extorsionar durante décadas a los jóvenes (y no tan jóvenes) que se citan en los parques o en sus coches quietos en las calles oscuronas y poco concurridas, a practicar esa saludabilísima acción feromónica de besarse y besarse hasta que los labios se hinchen y los fluidos se salgan por las orejas.
Siento una cálida nostalgia por mis plantas de la casa de Tiépolo. Ahora que releo el poema en el que mi mayor aspiración es fundirme con ellas, volverme vegetal e ínfimo, pondero el tesoro que perdí en la batalla. Con todas tenía una relación cercana, de todas fui en algún momento confidente y a todas les aprendí algo. Doy por buena la vida porque pude acercarme a ellas.
JARDÍN INTERIOR
Unas plantas imitan a otras,
alargan sus hojas para fingirse abanicos,
son palmas cuando no son palmas,
una orquídea que es reina del salón muestra una vara de joyas
más duraderas que el diamante para el criterio general de este conjunto.
Y las violetas que suelen ser discretas sueldan el aire y asuelan con su belleza suelo, sala y vientos contenidos por el cristal de la ventana.
Apenas si se nota que estoy,
también yo disimulo.
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Una de cal…
Antenoche, Ruiz Gallardón, el alcalde de Madrid, mandó una señal electoral que hay que tomar en cuenta: echó a la policía, de manera injustificada y exagerada, contra los chicos del botellón en los alrededores del barrio de Malasaña. Llovieron los macanazos. Claro que esos jóvenes no son como los que describí hace unos días que se reúnen en mi calle; allá son decenas o un poco más, y hacen un ruidero de todos los demonios hasta las tantas de la noche o de la mañana y orinan por hectolitros, y los pobres vecinos no hallan punto de reposo. De todos modos, no era para tanto: la policía es para controlar disturbios cuando median puntos de vista en la sociedad diferentes a los del gobierno o a los intereses que el gobierno defiende en forma prioritaria. Estos son nomás muchachos escandalosos. Y meones. (No había leído el periódico de hoy pero la escena se repitió anoche, magnificada.)
El alcalde optó, como Sarkozy el año pasado con los jóvenes de los barrios de inmigrantes en París, por la mano dura y la provocación en lugar de la negociación, de la búsqueda de soluciones administrativas y políticas, porque la mano dura ofrece seguridad y garantías para un sector grande de la población que se harta fácilmente de cualquier cosa que le incomode, y este alcalde se ha visto muy tolerante, muy dialogador, muy proclive a pactar, en contra de la corriente general de su partido, de modo que los botelloneros le vinieron como anillo al dedo, aunque no fueran causa razonable para la intervención policíaca.
Los momios se acaban de inclinar en su contra por algo que no es imputable a él pero igual entra en su cuenta: se han inundado gachísimo a las primeras lluvias las obras nuevecitas de la M30 (vía rápida periférica, costosa y faraónica, pero útil sin discusión) que acaba de entregar a la ciudad como prueba de su eficacia de gobernante. No obstante, no parece haber posibilidades de que su oposición le gane la partida electoral, por lo que hay que tomar en cuenta cuál es la verdadera catadura de su moral política. Digo, para cuando opte por un puesto más importante.
Este espacio, y quien lo sostiene, hace votos fervorosos porque dejen en paz a los muchachos que en alguna parte se han de reunir y han de echar fuera el exceso de energía que la Naturaleza da a los seres humanos durante esa etapa de la vida; el deber de los gobernantes es armonizar la convivencia de sus gobernados pero no a bastonazos, no limando las aristas con buril; pues qué modos.
Al pajarillo del poema lo estaba viendo a unos cuántos metros, a través de la ventana de mi estudio, en la jacaranda del jardín de Tiépolo (qué curioso, la memoria acaba de jugarme una trampa: veo con claridad al pajarillo caminando por una rama del piñón, pero eso fue hace años y el poema, testimonio fehaciente, dice que era la rama de la jacaranda); iba y venía por la gruesa rama y torcía el pico para hurgar en los intersticios de la corteza. Qué pájaro será, me preguntaba yo. Yo que a todos los conocía por su nombre porque venían diario a comer a mi mesa. Cómo se llamará este pájaro, me preguntaba.
NOMBRE DE PÁJARO
¿Quién es ese pájaro gris
que se atreve a caminar por el tronco vertical de la jacaranda?
Camina con su pico largo ligeramente inclinado hacia abajo, como si buscara algún corusquito que llevarse al buche,
y en la mañana, ¡ah, la destellante mañana de mi inusual ciudad!, cantará,
cantará,
cantará
como yo canto
cuando me pongo a cantar.
¿Qué pájaro es,
qué nombre tiene,
cómo es conocido entre nosotros?
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Incómoda columna
Ya ven que antier soñé con perros, pues hoy ya lo digerí. Literalmente. Ahora estaba preparando una comida para invitados que pronto llegarían; el platillo principal consistía en unos trozos de carne amarrados con un hilo largo y continuo que habían sido previamente tragados por mí y por alguien más, y digamos que cocidos a los jugos gástricos durante cierto tiempo, luego habíamos echado mano de la punta del hilo y los habíamos extraído de nuestras entrañas, calientes y en la última etapa de cocción, antes de pasar a la del salseo. Entre los invitados había algunas personas a quienes no tengo aprecio porque las considero desleales, taimadas y egoístas: peligrosas; uno en particular, cuyo nombre guardo en un hoyo de la pared y lo tapo con un antiguo azulejo. La última ayudante, a quien le jalábamos el hilo para sacar la vianda de su barriguita era una niña gordita y simpática. Y la característica fundamental de la delicia gastronómica era que se trataba nada menos que de ¡carne de perro!
Perdón por contar esto tan poco edificante; ven que no suelo regodearme en asquerosidades ni es lo morboso y sórdido de donde suelo sacar materia para mis exaltaciones, pero me llamó mucho la atención el hecho, tan poco relevante en apariencia, de que se tratara, como un colofón a otros sueños, de carne de perro, ya que en este caso era poco importante: dentro de las categorías del sueño eso no hacía que fuera ni mejor ni peor guiso.
Bueno, ayer ya no conté el desenlace porque no me pareció prudente romper el orden y publicar otra página después de la ordinaria porque sé que hay quienes cuentan con la relativa coherencia de este blog. Pues resulta que otra vez la sangre estaba aguada; digamos que me faltaba hemoglobina para ser sangrón, por lo que el médico decidió cambiar el tratamiento al considerar clínicamente que este fármaco (ya es el cuarto, creo: vinorelbine) no está dando los resultados apetecibles y sí en cambio persiste en jalonearme a las parcialidades de la anemia. La próxima semana, si no recibo una catarata de protestas por andar hablando nomás de cosas feas, os pondré al tanto del nuevo medicamento con el que empezaré relaciones.
Cuento con que hoy, por ser 1 de mayo, haya pocos lectores para esta nauseabunda bitácora. Aunque quién sabe, como no hay periódicos, esos lectores compulsivos de noticias tal vez se vengan en tropel, ávidos de leer lo del día, el pan caliente de la mano panadera del mundo, a esta viviente página en donde, mal que bien, cada día fosforece el pálpito contundente de la realidad. Pues vengan y sean bienvenidos, que aquí cantaremos y bailaremos, contaremos anécdotas picantes y divertidas y aparecerán señoritas y caballeros jugando a las prendas y llenando de música las volteretas del jardín. Hasta que pase un coche y, ¡brrrrruuuuuummmm!, me los haga papilla.
¡Ay, Aura, ya; no seas pesado!
AEROMOZA Y MADRE
La madre no confía en los servicios de la aeromoza.
Es por demás que la empleada quiera opacarla
o sustituirla.
Ella se apresura a reacomodar la charola en que su hija,
pobrecita,
azorada pero vacía,
contempla el desayuno cubierto de plástico y aluminio.
Sólo su madre, y que no lo dude,
podrá quitarle esa frialdad de desayuno ajeno,
independiente, descarnado,
esa condición de helada mundanidad
con que la ingenua azafata ha tratado de alejar a la hija
del seno protector,
secretamente irascible, de la madre.
La hija se ha tardado en consumir la pitanza,
el avión se precipita a la conclusión de su tarea,
la moza no volverá a pasar por el pasillo,
la niña deja en el piso la charola,
alguien acabará pateando el medio vaso de jugo de naranja.
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Reporte minucioso
Hoy me toca el ritual de la sangre. A las ocho de la mañana -por lo que no hay riesgo de que sea un acto vampírico: el taxi en Alcalá va contra un sol que deslumbra- tengo que estar en el hospital. Ellos no lo piden pero yo voy bañado, rasurado y perfumado, porque de esa manera siento que me saldrá la sangre, si no más vigorosa, sí más despierta y contenta. Y esas sangres son las buenas, las que hacen cosas, las que dan sorpresas, las que mueven el mundo. Después de casi dos años ya las agujas me resultan casi tan familiares como las tijeras del peluquero, que, por cierto, me aterran. O no; fui algo exagerado: me disgustan nomás. Como es un trámite muy sencillo al rato estaré de regreso para desayunar y terminar esta crónica, antes de volver a la consulta…
En efecto: mucho más molesto es quitarse el esparadrapo, que se va con todo y vello y deja un territorio ardido y desolado, que el pinchazo ínfimo de la delgada aguja comisionada para entrar a preguntar por la sangre y traérsela consigo. Chupa como si fuera un animalito sediento y llena dos o tres mínimos tubos de vidrio (supongo porque prefiero no ver, con todo y todo. Claro: si no es la cosa en sí sino la idea de la cosa -como diría el filósofo- lo que causa los sacudimientos). Y listo, a desayunar, ¡a los placeres!, completamente libre hasta las once cuarenta y cinco, hora de regresar a la antesala a esperar el turno con el oncólogo que ya para esa hora sabe todos los secretos que se encierran en mi sangre. Supongo que en el reporte del laboratorio le dirán que estuve tomando stannum metallicum toda la semana y que antier me sacaron un buchezote de sangre por la vena del dorso de una mano, la pasaron por una máquina que la ozonizó u ozonificó, o como se diga, y me la devolvieron al interior por el mismo conducto con la intención de que me vaya bonito.
Tal vez también el chisme del laboratorio incluya los mezcales, tequilas, rones y vinos tintos que me he tomado últimamente, y de allí provenga esa miradita cómplice con que el médico me sonríe luego de ver los resultados. Antes de ayer tomé champaña también, por si no sale en el reporte. Y allí ha de venir lo bien portado que soy: que todos los días me tomo mi jugo de carne y mi licuado verde con berros, perejil, espinacas, piña y jugo de naranja. Y espero que también se chiven de que cumplo formalmente con hacer aparecer esta página en el espacio virtual de lo que no existe pero bien que se ve en cuanto la voluntad lo conjura: ven, blog, ven, aparécete ante mí, enciéndete y materialízate, sal de las profundidades ignotas en donde te encuentras y revélame los enigmas de la vida y milagros de este cuate. Y ya que toma cuerpo, me aplico y pongo aquí lo que corresponde, más o menos a la hora prevista, antes de irme a tomar mi tazón de frutas con cereales y frutos secos, que tanto bien ha de hacer y tanto me gusta.
AMBULANCIA
Nadie respeta ya a las ambulancias,
ni en París ni en nada,
su elocuencia desgarrada de sirenas que sienten que Ulises se les va
sólo mueve a sordera;
pues cómo es eso: frente al monstruo ululante
los peatones se siguen
obligándola casi a detenerse.
Sí, es eso:
su condición homérica es ya un poco irritante para todos.
¡Que se muera el que sea!
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Sueños con perros
Creo que ha habido muchos perros en mis sueños. Ahora había uno chiquillo y repugnante que me seguía en una callejuela horrenda por la que iba con mi hijo Pablo, que era el director de la película, hasta donde había dejado el coche: una esquina nada segura pero donde al menos había algo de luz. Pasaron otros perros, algunos grandes y amenazantes, pero los prefería grandes siempre y cuando al acercarse para olerme no me mojaran el dorso de las manos con sus narices húmedas, pero este pequeñajo que me seguía no llegaba tan arriba así que yo me agaché para acariciarlo justo en el momento en que estaba vomitando; guácala, creo que vomitaba un feto humano que se había comido. Luego me dejaron solo en la esquina y pasó un tipo que intentó lazarme como a una res pero me le escurrí del lazo y fui yo quien lo atrapé y aun estando débil pude reducirlo y obligarlo a decirme quién era y qué quería. Había otros perros, mucha penumbra, todo era lúgubre y sórdido; el coche ya no estaba allí y yo estaba solo, pero alguien había abierto la portezuela -supongo que antes- pensando que estaba vacío y se había encontrado conmigo dentro, yo era policía y él, un raterillo.
Antier soñé este otro: Hay un perro grande color miel en mi casa, un perro tranquilo y amistoso; ha estado echado bajo mis piernas mientras estoy sentado y ahora que me he puesto de pie queda detrás de mí unido aún al chándal de que estoy vestido (chándal es lo que en México llamamos pants, ni allá ni acá hay palabra castiza para esta vestimenta metefácil de inspiración deportiva); me doy cuenta de que estamos embarrados de algo que se pega a su piel y a mi ropa; me separo de él con trabajos y me dice que está todo pegosteoso, que de qué lo ensucié. Yo estoy seguro de mi inocencia en el caso. Cálmate, le digo, no vayas por ahí manchando todo, espérate a que te bañe, mientras le despego capas como de una película transparente muy delgada llena de un líquido denso como un gel, también por completo transparente. En algún lado se echó y se llenó de esta porquería, pienso; se resolverá con un baño. Lo bueno es que habla, me entiende y parece que acepta el baño que le ofrezco.
Por fortuna existe vida más allá de los sueños, que salvo raras ocasiones en que son lúdicos y armoniosos, suelen ser parte tan enredada, lenguajes tan retorcidos y duros de desentrañar. Claro que un domingo, como hoy, uno podría dedicar un rato al menos a tratar de descifrar algunos mensajes que le llegan con insistencia desde el lado oscuro. Pero soy reacio a los asuntos esotéricos, me dan desconfianza cuando no me dan flojera. No sé por qué dije con tanta convicción al principio del párrafo “por fortuna”. Ah, ya: que por fortuna hay vida más allá, es decir, acá, en la vigilia, en donde uno cree tener las claves para interpretar y manejar los datos de la realidad que lo rodea. A Milagros, en cambio, sí se le da esto de interpretar los sueños; le preguntaré al rato por mis perros.
Cuando mi amiga Silvia Molina era agregada cultural en Bruselas me invitó a participar en un congreso en la Universidad de Lieja, pretexto por el que fui a Bélgica en esa ocasión y, claro, como hacemos todos, me fui al museo. Aquí cuento esa inmersión, porque ese es el oficio de la poesía, hacer la crónica de nuestras inmersiones en el agua de la vida.
UNA VENUS DE CRANACH
Me estaba yo beneficiando a una Venus con sombrero, de Lucas Cranach
y el amorcito que la acompaña ni se inmutaba,
nomás miraba y sus abejitas se alborotaban,
cuando vino la celadora del Museo Real de Bellas Artes, de Bruselas
y anunció en cinco o seis idiomas, menos el mío, que a las doce del día
se cerraba la sala, y nos apagó la luz.
Me tuve que salir con todo a medias.
¡Qué horas de cerrar la sala de un museo!
Por fortuna en la casa tenía otra Venus, la de la Galería Borghese, de Roma, con lo que se ve que Cranach y yo tenemos tendencias semejantes
en materia de vénuses y amores.
Y aunque la romana no está nada mal, la belga es mucho más pícara y contundente y su cupido más tolerante. Y además la tenía en persona.
Siempre entre hermanas hay diferencias.
Aunque ambas tienen las uñas sucias.
Definitivamente, volveré cualquier día de estos a terminar el portento.
Escúchalo:
¡Que no me hablen así!
Ya una vez me quejé en la compañía de teléfonos de que dieran mi número personal para promociones de cualquier tipo: ya me llamaban para venderme una nueva tarjeta de crédito con más cobertura de la que pudiera pagar en todos los días de mi vida, ya me ofrecían cambiarme el sistema de conexión con internet acabado de adquirir, ya me daban no sé cuántas ventajas si me cambiaba de compañía telefónica, ya se ponían a mis más extremadas y exorbitantes órdenes si aceptaba yo cambiar mi cuenta de un banco a otro. Y cosas peores. Yo fui adquiriendo un tonito primero irónico y luego francamente agrio para rechazar ofertas y servicios hasta que llegué un día a decirle a la pobre promotora telefónica que me diera ella su nombre y su número de documento de identidad porque la iba a demandar ante la justicia por invasión de la privacidad; me contestó, muy incómoda, que no me lo daría, que era su trabajo y que… colgó. Cuando repetí la fórmula me encontré con un empleado más placeado que me contestó tranquilo que no hacía falta llegar a tales extremos, que llamara yo a la compañía telefónica y pidiera que no dieran mi número para listas de promociones y con eso me libraría del problema. Lo hice. Dio resultado. Hasta cierto punto.
De vez en cuando alguien llama preguntando por el titular del teléfono y Milagros les contesta que no me puedo poner pero que ella se hace cargo de todos mis asuntos, que qué onda, y ella tiene más paciencia y más modo para mandarlos a la porra. Lo malo es que a veces contesto yo mismo y ya no hay cómo escabullirse por lo que tengo que sacar lo canalla y ejercitar la mayor concreción posible de expresiones y el tono más adecuado para lograr el efecto deseado: que se desconcierten y cuelguen. Reconozco que me han salido algunos interlocutores más cabrones que bonitos; unos, o unas, que no se arredran y con la mejor esgrima contestan impidiendo que me tire a fondo.
Y qué me pasa, me pregunto, por qué me pongo tan pantera cuando del otro lado del aparato oigo preguntar por mí con mis dos apellidos –en cuanto sale a relucir el apellido materno sé que no me llaman a mí sino a alguien de una lista de posibles compradores de los bienes o servicios que están mercadeando-, pues me pasa que me siento invadido, que me doy cuenta de que ya han establecido el primer contacto necesario sin mi consentimiento previo, que ya me tienen con un pie en el cuello y con el oído en el auricular y no me queda más remedio que reconocer que ese al que le hablan, con ese nombre que nunca he usado, soy yo, y aunque sea para decirles que no me interesa su oferta ya han entrado en mi casa aunque esté yo leyendo, durmiendo, comiendo, acariciando a mi mujer, reflexionando sobre los graves problemas del mundo, cocinando, aliviando el vientre (como dicen los clásicos), escribiendo el mejor poema de mi vida o esperando a que pasen los malos momentos y vuelva el esplendor de la juventud. Y allí: riiiing (onomatopeya, claro, que sólo es evocación literaria porque ahora los teléfonos suenan como les da la gana) y alguien pregunta por el señor de mis dos apellidos. Y como ya pasó la antigüedad en la que se usaban los aparatos conectados a la pared por un cable y ahora los llevas contigo por toda la casa, la posibilidad de escapatoria es mínima. Más coraje me da cuando no aparece en la pantalla número de procedencia de la llamada porque ese hecho coincide con las llamadas de larga distancia y contesto ilusionado pensando que pueden ser mis hijos o mis amigos. Puaj.
Y a pesar de lo viejo cascarrabias, a veces me salen poemas como este. Para que se vea que las personalidades son inabarcables.
NIDO Y CAVERNA
Tan suave y elegante es mecerse en tu barca,
aunque, claro, una barca para agua, sea del tamaño que sea,
no tiene ni de broma la concavidad en que me acoges,
la profundidad de sentinas cálidas a las que puedo descender perdiéndome
sin más miedo que el que se tiene ordinariamente a la oscuridad,
no porque seas sombría sino porque adentro hay enigmas que
ojalá que el amor, que es tan curioso, no develara nunca,
por lo que estoy a punto de cambiar el símil y volverte nido,
con que al solo rumor de mi deseo se entibia, se calienta, se arrebata
y en llamarada acaba con mis pobres edades de pajillas, estructuras vanas,
sarmientillos secos que alguna vez fueron promesa y dádiva
y grandeza y admiración propia y ajena
y hoy arden ya sin defensa ni remedio,
historias de amor, pues, que se consumen en tu elegante suavidad de horno
que queriendo yo entender comienza a incinerarme.
Escúchalo: [audio:http://www.alejandroaura.net/vozpoemas/PoemasyOtrosPoemas/AAura29nidoycaverna.mp3]
