Hay cosas que uno tiene que comprar cuando se ofrece: un paraguas, por ejemplo. Pero si hay algo en lo que se cebe la fatalidad de los objetos perdidos es en los paraguas; se puede decir que tienen una vocación irreductible de compartir amos, de venir a ser propiedad de todos y de nadie. Cuesta un trabajo tremendo hacer que se reconozcan en quien los tiene. El taxi, el restorán, el autobús, el cine, la casa de aquella reunión tan divertida, el vestidor de la tienda de ropa e incluso cualquier pared en donde puedas recargarlo, se le vuelven querencia -se les podría ver un hilillo de saliva golosa resbalándoles por la comisura de la boca, si la tuvieran, y una sonrisa envidiable-, se mimetizan, desaparecen a la vista y al recuerdo y si no está lloviendo a cántaros en el momento en que sales del lugar, ahí se quedan, felices con la expectativa de comenzar una nueva aventura en otras manos. Si pudiera pedirse lealtad a los objetos estos serían los campeones de la ingratitud, aun más que los guantes de la mano derecha o que las gafas de sol.
Cuando pasé el primer verano tórrido en Madrid y tras él vino el otoño con sus imploradas lluvias posteriores a la resequedad, me vi impelido de manera perentoria a comprar un paraguas en el primer lugar que me quedó a mano: una tienda de las de todo a cien (concepto que no existe en México, por ejemplo, pero que identifica a unas tiendas, generalmente de chinos, que venden toda clase de productos muy baratos y en los que no se puede esperar que prive el concepto de calidad.) Un paraguas negro, grande, de barra metálica y mango de plástico barnizado de color caoba, imitando la madera; me costó mil pesetas, que al cambio del momento eran aproximadamente cincuenta pesos o un poco menos que cinco dólares, una ganga, un chollo. Sobre todo porque acababa de soltarse la lluvia, yo estaba vestido de traje y con corbata (ropa de trabajo) y la pura tintorería podía rebasar el precio de ese paraguas. Que se me pierda, qué me importa, que se quede donde le dé la gana, que se rompa si quiere, que se volteen sus varillas con el aire y se vaya volando a donde no lo vuelva a ver, al cabo sólo lo quiero para no mojarme ahorita.
Llevo casi seis años viviendo en Madrid y sigo usando el mismo paraguas; la cantidad de lluvias de que me ha cubierto promediadas con lo que pagué por él, hacen que cada vez el monto, las mil pesetas, se vuelva más partículas de centavo, como los miles de gotas que han caído sobre su sólida consistencia, y lo hacen ya un objeto excepcional que debiera tener una promoción mucho más amplia y un lugar más escogido en mi aprecio. He acabado por perdonarle la humildad con que me mostró sus orígenes: al muy poco tiempo, el mango, la curva del bastón con que se lleva de la mano, comenzó a despintarse y a mostrar, como en una psoriasis aguda, en un deslavado irregular y galopante, el color interior del material de que está hecho: un rosado mortuorio de plástico reciclado, ceniciento e innoble, salpicado de pecas color caoba: horroroso. Confieso que muchas veces me dio vergüenza, sobre todo en reuniones con diplomáticos y altos funcionarios, ser el propietario de ese paraguas tan feicito que de manera comedida, junto con el abrigo y la bufanda, me entregaban a la salida la señora, el propio anfitrión o algún bedel.
Ahora, cuando me veo en la necesidad de pensar en las cosas que han de sobrevivirme miro el paraguas y le perdono su precio, le perdono su origen bastardo, el ser tan poquita cosa y sobre todo, le perdono la fidelidad, contraria a su especie, con que, siempre listo para ser usado, se ha quedado conmigo a ver pasar la rueda azarosa del tiempo.