La escena es cósmica. Antes del amanecer, en una montaña frente a uno de los volcanes de México, completamente a la mano. Subo a la cúspide y puedo ver frente a mí, a una distancia mínima de aquí allá, pero en proporción titánica, la cresta del volcán con la grandiosidad de un incendio de hielo absorbiendo tal cantidad de luz que parece estarse inventando el deslumbramiento. Colosal. Nunca imaginé poder ver algo tan rotundo, tan brutalmente conmovedor; estoy seguro de que es algo que no existe en la tierra. Pertenece al orden de una gigantomaquia insólita que no sé por qué tengo oportunidad de presenciar. Pero el paisaje está vivo: grita y arroja de sí montañas de agua tras las que vienen gestos insólitos de violencia: hombres a caballo, hombres en carretas tiradas por toros, coches y camionetas, todos persiguiéndose unos a otros, gritando imprecaciones y blasfemias. Van hacia el tiradero del odio; van en persecución; son la violencia. Se estorban unos a otros y acabarán atascándose con todos sus vehículos en un embotellamiento. Menos mal. Pero está cruzado con otro, en líneas paralelas: hay que llegar, horadando, a los mangos congelados desde tiempo ancestral, al mango perfecto e intacto. Es sencillísimo, la aguja de descongelar actúa con precisión milimétrica y exactitud científica; jamás nos equivocaremos; llegaremos fruto por fruto a su resguardo y podremos sacarlos a la luz descongelada de nuestro apetito. Todo el mundo tiene derecho a su mango. No importa cuánto tiempo haya pasado, cada fruto se ha resguardado en la congelación y podemos llegar a él con la sonrisa satisfecha de quien sabe lo que está haciendo ante el asombro de los demás. Es una operación quirúrgica en el cuerpo del tiempo: todo está allí, sin haberse dañado, y allí están los mangos perfectos que vamos a extraer, uno por uno.
Hasta que ¡plas!, se acaban los sueños: ah, es el día, ya es la luz, ya me avisa que la ración se me acaba; pues qué gorda me tocó hoy, la verdad. Tengo remanentes de otra historia soñada que ya no quiero poner en la colección. Con lo que pasé en limpio a la vigilia tengo bastante. Todo está revuelto en mi ánimo. Dice Milagros que los sueños nos los pone la luna cuando crece. Será.
Anoche llegó Juan, mi chamaquito, el más pequeño de mis hijos, mi Benjamín. Nada más que es un señor por más que sea mi chamaquito; anda trabajando y pasa por aquí para ver a su padre, darle un beso, tomarse un vasito de vino y, adiós papá, nos vemos luego, tengo mucho que hacer. Apenas estará unas horas hoy y se trepará en otro avión que se lo lleve a chambear. ¡Qué monserga! Hace meses que no lo veo. Y hoy lo veré un ratito y chao. Así que tengo que apurarme; hay que ir al mercado, hay que diseñar la comida. María y Rodrigo regresaron también ayer de ver un poco de mundo. Fernando está aquí. Milagros tiene que hacerse cargo de que la casa camine. Y yo me tengo que apurar. ¿Mi salud? No, hoy no; perdónenme, no tengo tiempo. Mi Juanito nada más está unas horas.