Cosas del barrio

Ayer, cuando Fernando y yo volvíamos del mercado le pedí que nos sentáramos un momento en una banca de la calle Huertas. Una, porque estaba cansado y me dolían los pies, y otra, porque estaba bien sentarnos un momento a ver pasar a la gente; como es verano y esa es una calle peatonal hay montones de paseantes a toda hora. Me encanta que me pregunten cosas; direcciones, digo, que me noten en la cara que soy del barrio. Dónde queda la calle Quevedo, nos dijo una joven española pero no madrileña que venía con sus padres; la siguiente es Lope de Vega, allí dan vuelta a la derecha y a la próxima esquina se encontrarán con Quevedo, una callecita pequeña… Sí, gracias. Casi estuve por decirle que si querían esperar a que acabáramos nuestra sentada nosotros podríamos llevarlos porque es nuestra ruta, pero me pareció excesivo, era una indicación tan fácil. Luego pasó una muchacha alta, muy alta, con un vestido vaporoso…

Una vez veníamos también del mercado por la calle León mi amigo Enrique Vigil y yo; era evidente porque arrastrábamos el carrito de la compra y cargábamos alguna bolsa suplementaria; también al cruzar Huertas, más o menos, un hombre mayor, sin relieves especiales, excepto el andar taimado y no mirar de frente, y una carga casposa sobre la espalda, dijo al pasar a nuestro lado, como quien reflexiona para sí aunque en voz alta, cargada de amargura y quejumbrosa: pobre España, tan triste y abandonada y llena de maricones. Los maricones éramos por supuesto nosotros porque ya se sabe que hacer la compra desviriliza y amaricona; la tristeza de España era una proyección de su condición, y el abandono, obvio, se refería a la falta del Caudillo desde su muerte. Nos miramos Enrique y yo, lo volteamos a ver divertidos y el pobre hombre siguió su paso como abstraído, como quien tira una piedra y esconde la mano.

Pues sí, hay remanentes. El otro día nos subimos a un taxi del que si no fuera porque estaba lloviendo y escaseaba el transporte -veníamos del hospital y yo no me sentía nada bien-, nos hubiéramos bajado ipso facto: olía a humano sin paliativos. Ya no es lo habitual porque la ducha se ha impuesto de manera universal en Europa pero quedan todavía polvos de aquellos lodos; hay quienes piensan que el baño vaquero es suficiente, aquello de lavarse la medalla en una palangana, para que quede cubierta la apariencia. A veces por la calle cruza alguien así y va dejando la estela inconfundible. El chofer de este taxi era uno de ellos. No es que me parezca mal de por sí el olor concentrado a humano, como el de cualquier animal, sino que ya no estamos acostumbrados, ya no podemos diferenciar los matices de peligro, seducción, miedo, protección, exhibición de fuerza o integración al grupo que transmitieron en algún remoto pasado los olores del cuerpo; ahora, y me da tristeza decirlo, sólo provoca asco. Tuve que venir con la nariz asomada por una pequeña ranura que abrí en la ventanilla, aunque estuviera lloviendo. Reconozco que en ese momento mi situación era particularmente de fragilidad.

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