Ansiedad

A mí me consta que hay noches, como la última, en que despierta cinco o seis veces con inexplicable ansiedad, como si ya se le hiciera tarde para algo, cuando apenas lleva treinta o cuarenta minutos dormido y ni siquiera ha vislumbrado los prometidos salones de reposo del sueño en donde todo es cómodo y blando y bienoliente, donde se dan con generosidad todas las cosas posibles e imposibles sin cuestionar su ser ni su apariencia , y se levanta tambaleante a hacer un absurdo recorrido por la casa a oscuras, como si se anduviera paseando por los corredores de su conciencia, como buscando algo, como tratando de llegar al lugar en donde está puesto, o escondido, aquello que persigue. Se regresa al final a la cama sin haber encontrado nada y se echa porque otra parte de sí le dice que se duerma, que son las tres de la mañana, o las cuatro, que no hay nada que hacer más que tratar de conciliar el sueño y descansar, que se olvide de imprecisiones impulsivas, que si algo corresponde a esta hora es buscar esos secretos reductos en donde se es todas las cosas sin que cueste nada ni haya que hacer ningún mérito ni esfuerzo. Duerme entonces otro rato pero vuelve a despertarse con la misma inquietud, como si no acabara de ocurrir lo mismo hace menos de una hora.

Menos mal que no hay otras personas en la casa -Milagros es, en cierto modo, cómplice- que se inquieten con sus merodeos constantes a deshoras, porque tampoco podrían ayudarle, estoy seguro, pues no hay nada en la casa que esté buscando, no habría rincón que removiera de donde pudiera sacar la respuesta; es más, ni siquiera parece buscar una respuesta sino una acción que dejó pendiente a saber en qué momento de su vida. Una acción que dejó de ejecutar y está reclamando sus derechos en la penumbra más impenetrable. A veces tiene el impulso de ir a otra habitación pero apenas se asoma se da cuenta de que no tiene nada que hacer ahí, que cada cuarto es ingreso a otro mundo en el que no se le ha perdido nada ni son horas para andar revolviendo sin sentido en busca de algo que no sabe qué es. Lo que sobresale en él es el desconcierto, el asombro por sus acciones -¿a las cuatro y media de la mañana asomándome nervioso a los rincones de la casa en donde sé de sobra que no voy a encontrar nada que ahora necesite? ¡A la cama!, a soltar las amarras de esta desvencijada barca y dejarla al pairo en espera de los vientos que le toquen y la lleven por donde su destino esté marcado-. Entonces vuelve a la cama, se acomoda y por lo general se vuelve a dormir enseguida pero con ese sueño que no dura, que tiene oculto un alacrán que va a picarlo antes de que transcurra una hora.

Está claro que por la mañana no tendrá serenidad ni alegría, que lo que habrá recogido de la siembra de la noche ha de ser desconcierto, mal humor, cansancio, hilachas de ansiedad que se habrán quedado adheridas al cuerpo, sombrías percepciones de lo que hay allí, en ese lapso que usamos habitualmente para dormir y repararnos pero que para él últimamente se ha vuelto una caverna inquietante en la que algo que necesita está perdido.

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