La mula de la noria

Hace ya 17 años que publiqué “La hora íntima de Agustín Lara”, una aproximación autobiográfica sustentada en los mimbres del canasto del Flaco de Oro; ya allí mezclaba las niñerías de mis recuerdos con las canciones y las anécdotas del sedicente tlacotalpeño y me iba con él al improbable más allá en donde sólo se disfrutan los placeres del tlalocan y persiste el deseo. No he tenido la determinación para hacer un ensayo en que demuestre mi convicción de lo fuerte y verdadera que me parece su obra y del lugar tan importante que ocupa en el arte mexicano del Siglo XX; lo más seguro es que no pueda hacerlo porque hay cosas que uno no puede hacer y cosas que no quiere, aunque pueda.

Pues esta vez vuelve a aparecer Lara tocando un piano de fondo y componiendo a contrapelo de la voluntad. ¿Por qué no sale y se mezcla con los demás en lugar de estar mandando ese mensaje obstinado de que quiere estar con ellos, pero antes que salir se detiene en el umbral de la creación? No sé por qué; yo lo veo, me conduelo, cuánto lo comprendo, y me doy la vuelta para ir por mi propio camino a buscar mi poema, ese que se hace como se hacían las casas antes de la era del ladrillo y las piezas de hormigón preconstruido, con toda clase de materiales: piedras, cascotes, vigas, huesos, lodo, conchitas del mar.

Para nosotros, al otro lado del Atlántico, una noria es un mecanismo que gira, impulsado por una fuerza, generalmente animal, en torno a un eje vertical fijo en la tierra y cuya función es mantener en movimiento un sistema de engranes que sirve para sacar agua de un depósito subterráneo; acá una noria es un sistema de canastos que giran sobre un eje horizontal sostenido con caballetes al piso con objeto de llevar paseantes al punto más alto de su trayectoria y devolverlos a la dura realidad de la tierra; vaya, lo que nosotros llamamos una rueda de la fortuna. ¡Lo que va de una herramienta de supervivencia a un artilugio de feria!

Viene a cuento el tema de la noria por aquello de que como la mula de la noria uno vuelve una y otra vez sobre sus mismas pisadas con el único objeto de seguirle sacando agua a la tierra, aunque no siempre sepa para qué.

AMANECE NEVANDO

Agustín Lara, desvelado, metido en su ámbito de composición y sus manías, escribiendo canciones como “La clave azul”, “Noche de ronda”, “Última carcajada de La Cumbancha” o “Arráncame la vida”, puras obras en las que no es más que un testigo taimado de los ruidos externos, tímido, apocado, está en su habitación ansiando participar de la vida, que para él está afuera, en la noche de los demás. Aunque haya detractores ciegos que sostengan que todas sus obras son plagiadas.

Amanece nevando y no parece ser nada especial, nieva
y todos tan tranquilos porque adentro de las casas está seguro el calor;
si tienes que salir a la calle te pones abrigo, bufanda, gorro y guantes y todo queda bajo control,
aunque te escurra el moquillo en la nariz,
y en tal temperatura pasa el día sin que acontezca nada destacado.
Excepto lo que ya todos sabemos: que en Irak no hay modo de resolver la agresiva presencia de los ejércitos gringos,
que en Afganistán no se solventará en décadas la destrucción que hicieron esos sátrapas,
que los fundamentalistas del Islam siguen atizando el fuego que atizan los fundamentalistas cristianos, y algunos otros temas semejantes
que abonan la construcción de otro siglo conflictivo.
Que no será el primero ni ha de ser el último con abominables ejemplos de lo que somos capaces de hacer.
Sí, todo eso ya se sabe, pero por afuera de mi balcón
van allá abajo impermeables y paraguas que yo estoy viendo
y aunque sean las doce de la noche de este sábado en Madrid
están empezando capítulos impredecibles de sus historias personales,
en las que no me puedo inmiscuir por más que quiera,
no me queda más remedio que meterme con las cosas generales,
que me importan menos, mucho menos, que la intimidad.

[audio:http://www.alejandroaura.net/vozpoemas/SeEstaTanBienAqui/L2007AAura26amanecenevando.mp3]
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