He recibido de pronto una agradable sorpresa. Algo totalmente inesperado. Alguien, ya no sé quién ni cuándo, trajo a la casa en su macetita, un cacto pequeño, bonito, decorativo. A los cactos les pasa lo que a los perros: todos los cachorros son simpáticos y se los quiere uno llevar a casa, provocan el mimo, el jugueteo y una cierta ternura; impulsos que se van perdiendo conforme el animal o la planta crece. Y le crecen colmillos, o espinas. En este caso, tan lentamente que uno no se da cuenta de lo que ha ocurrido, simplemente de estar el gracioso cactus de tres o cuatro cuerpecillos cilíndricos, ligeramente atamborados, de color verde cenizo, sobre una mesa en el salón pasa -pasó- a vivir en el balcón, a la intemperie, a ser regado por la lluvia y a conocer las inclemencias principales: el invierno y el olvido.
No sé cómo perdió tierra al tiempo que le crecieron nuevos cuerpos, menos armónicos porque eran los de la realidad real y no los de la cría en invernadero, y perdió gracia y encanto conforme fue ganando vigor y espinas. También perdió su nombre que estaba en un cartoncito graciosamente acomodado a modo de información cultural para aquellos que lo vieran y se convirtió en un cactus adulto sin nombre. Y digo que recibí una agradable sorpresa -lo mismo habría aceptado la noticia de que la planta no había podido prosperar en este clima y había muerto- cuando pasados los fríos y con la Primavera papaloteante encima, volvimos a abrir las ventanas de los balcones y hete aquí que el cactus, ajeno a nuestras caricias y cuidados, se presentó con sendas coronas de flores de un encendido color magenta en el remate superior de cada cuerpo. ¿Qué es esto, quién le ensartó las florecitas a esta planta, son de papel? Fueron las primeras preguntas que me salieron sin querer, antes de darme cuenta de que el cactus había elaborado pacientemente en la adversidad la fuerza para mostrar su vitalidad y su belleza. O dicho en otras palabras: que nosotros, sea como sea, le importamos poco.
La casa está llena de sorpresas; ya no digamos las plantas, que están vivas, sino todas las cosas animadas e inanimadas, se van transformando todos los días, mostrándose, revelándose, haciéndose uno con nosotros, sus habitantes, sus dadores de palabras; el principio y el fin de todo motivo posible para estar aquí. Aunque en resumen, como bien les mostró el cactus, una cosa sean las cosas y otra cosa nosotros que las soñamos.