Domingo remolón

Había yo acordado con el sol mi hora de levantarme. Aquí el sol pega de lleno en mi ventana en cuanto aparece y aunque hay una cortina gruesa, no lo es tanto que no se sepa lo que está ocurriendo afuera en materia de luz. Es domingo, hay fuero; casi no hay nadie en la calle; todo está consistentemente cerrado. A no ser los kioskos de refrescos y golosinas en los parques, que estarán limpiando, acomodando e imaginando las ganancias, que con el día así, demonios…; ningún comercio alienta. Las iglesias; seguramente las iglesias estarán trabajando aunque a poco gas porque las misas concurridas son las de medio día. Algunos transportes de turistas que deben llevarlos al Escorial, a Toledo, a Ávila, a Sevilla. El sol tenía que salir formalmente y acomodar toda esta fotografía a su hora adecuada. Y en eso, yo entraría en escena con oportunidad y todo estaría en sus cauces normales. Pero hete aquí que se nubló.

Ya desde antes de dormirme debí preverlo; había rayos y el viento sacudía las ventanas. Pero toda la semana había estado tan bueno y despejado el cielo, tan cálido el aire, tan confiadas en el calor las personas para andar con la ropa más ligera posible, que aflojé la atención y no hice caso del aviso. Claro, amaneció nublado y me quedé dormido. Yo, que trabajo los domingos, que soy en quien confío para que se abra el negocio y salga la página que da la vuelta al mundo sin moverse de su sitio, me quedé dormido como un angelito inocente.

Y ahora ya pasa de las diez y apenas estoy escribiendo esta torpe explicación de por qué no lo hice más temprano. Y para colmo: lo primero que discurrí al levantarme, todavía con los ojos chiquitos, fue dirigirme a la cocina, abrir el refrigerador y sacar una gelatina de jamaica, cuya frescura ácida y dulce me trajo sabores tropicales al desamparo de un domingo nublado en Madrid, en el que no cumplo con rigor mis horarios de trabajo y me expongo a que mis patrones, justamente indignados, decidan prescindir de mis servicios y contratar a cualquiera de esos poetas que abundan por ahí sin nada que hacer y que estarían felices de ocupar este espacio de privilegio. Procuraré enmendarme.

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