Miscelánea y frontera

Ya una vez hablé aquí de los mangos de manila y no quiero volver a caer en esa lujuria aunque debo hacer público mi agradecimiento a quien por segunda vez en el año los mandó como fiesta y remedio, como consagración y auxilio, y a quien los trajo porque el porteo de algo tan delicado tiene proeza, pero lo que no he dicho es cuánto me gusta el humus árabe, ese platillo exquisito de garbanzo molido. Yo en estos días ni me meto en la cocina, pero Milagros, que aceleradamente se va convirtiendo en flor del tema, puso una taza de garbanzos a remojar la víspera; luego los coció en la olla de presión, los molió en la licuadora con una poquita de su misma agua, aceite de girasol, una cucharada de tahini, que es una pasta de sésamo que venden en las tiendas árabes (ajonjolí molido, pues), dos dientes pequeños y sabrosos de ajo, un chorrito de limón, sal y pimienta blanca, ¿así de fácil?, así de fácil. El chiste es que quede una pasta brillante, densa, sutil y exquisita que se acompaña de maravilla con pan de pita. Su brillo se consigue gracias al equilibrio de los factores, como bien sabemos, y al aceite.

Siempre ando presumiendo de que vivo a pie de todo, pero eso, mi querido Einstein, es relativo porque también el camino de Santiago de Compostela se hace a pie y tiene, desde St. Jean Pied-du-Port 769 kilómetros, y eso que apenas es la frontera más cercana de Francia con España, falta el de Roncesvalles que queda bastante más lejos. No, pero ahora se hace de muchas maneras y hay toda clase de transportes para aligerar el paseo, y hospedaje, comida y atractivos turísticos a cada paso. Pero la verdad es que sí vivo a pie de todo: del Museo del Prado, del Thyssen, del Reina Sofía, del Real Jardín Botánico, del parque del Retiro, de la Casa de América, del Instituto Cervantes, del Círculo de Bellas Artes, del Teatro Español; bueno, de todo: de Puerta del Sol, de la Plaza Mayor, de los mejores restaurantes de Madrid, del Teatro de la Ópera. Y me queda un montón de lugares interesantes que nombrar. Nada más hace falta que tenga vigor y entusiasmo para ir a donde sea, y eso en tres o cuatro días más estará resuelto.

Y ahora que nombré St. Jean Pied-du-Port, pasandito la frontera con Francia, me acordé: recién llegado a España tuve que ir al Festival de San Sebastián como representante de la Embajada; el domingo por la mañana me llamó Pedro Armendáriz para preguntarme qué iba a hacer; pues nada, le dije, caminar por aquí, conocer un poco; vamos a comer a un lugar en Francia que te va a gustar, me dijo, y me invitó una de las comidas más exquisitas que recuerdo, precisamente en St. Jean, en uno de esos lugares de culto, lejos de todo, pequeño, al lado de un angosto río en el que nadaban unas truchas gordas; unas cuántas mesas a las que se accede con estricta reservación, supongo que muy caro, en los que un artista de la cocina prepara lo que le da la gana con la conciencia de que está modificando el mundo. Qué bueno que soy amigo de Pedro, cuya conversación es, además, universal y enriquecedora.

Y aquí la voy llevando, mucho mejor que otras veces. Uf. Excepto que dormí pésimo: entre la luna llena y la mucha agua que tomo para eliminar toxinas, cinco veces el agua me llevó al pipitorium.

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