Pelos

Si supieran ustedes cuántas coqueterías y vanidades tuve con el pelo. Aunque uno diga que no y que los muchachos de ahora se hacen garigoleos que en nuestros tiempos se habrían visto pésimo, la verdad es que se ven preciosos. Ojalá que nos hubiéramos atrevido, pero es que literalmente no se podía, no había peluquero que se arriesgara a hacerle a un ser humano lo que les hacen a los chicos con la capilaridad de la cabeza. Qué maravilla. Rapado todo y unas trenzas de rasta en la coleta, un muchacho entró anoche en el bar en donde cenamos, en Haro -donde los grandes vinos de Rioja, y qué delicia el vinito de nada que pedimos-; lástima que tenía un cuerpo sin gracia, bajo de estatura y carente de movimiento en la línea; lo que en mexicano se llamaría un tamalito. Pero llevaba su corte de pelo con alegría. Y al fin y al cabo era su juventud vivida así. Nosotros –yo a los catorce- aspirábamos a peinarnos como Elvis Presley pero se necesitaban unos centímetros de pelo que la opinión de mi mamá no estaba dispuesta a tolerar. De modo que en cuanto pude rompí con ella para dejarme el pelo como me diera la gana. Cosa que a todas luces este chico no se ha visto obligado a hacer. Triunfos de la democracia.

En otra etapa que recuerdo, recién pasados los treinta, cuando ya el pelo me había acariciado los hombros y había caído un poco loco sobre la cara bella del amor, tenía el pelo rizado y abundante, y tanto que podía ensortijarlo con los dedos después de bañarme y obtener un peinado afro que andaba dando envidia a los pelones. La queja que tengo de mí mismo es que nunca he usado cámara de fotos, porque ahora les enseñaría la imagen de ese muñequito tropical con un gusto inmodesto que, aunque me sacara colores a la cara daría testimonio verídico de mi apariencia; total, uno es uno: el que fue, el que es y el que será. Luego anduve con el pelo pintado de rubio cenizo un par de años por una obra de teatro en la que el personaje lo requería y cuando acabó no podía dejarlo porque hacía todo el tiempo programas de televisión y no podía salir sin pelo ni con los colores a medias. Horrible. Hasta que al fin volví a mi cabello canoso, que cada vez más blanco prematuro resaltaba mi madurez vigorosa y me empezó a hacer un tipo interesante.

Me duró el pelo blanco y abundante hasta hace poco. Me lo dejaba crecer sin reprimenda como había hecho siempre; iba a la peluquería lo menos posible y entre el champú y el acomodo con la mano dejaba que el viento jugueteara conmigo y con los ojos de las muchachas que me miraban. Unas sí y otras –muchas- no, como es. Me acuerdo, por ejemplo, de una época en que mi cabello blanco era emblemático en los lugares en que me movía y había ojos que lo seguían con entusiasmo. Y más vanidades podría ensartar en torno al cabello, intimidades que me sonrojarían pero qué me importa, lo malo es que se me acaba el espacio, no tanto de la página como de la coherencia para seguir hablando de tema tan poco útil, tan intrascendente y vano. Y todo era para contarles que ahora los pelos -pocos- me crecen para donde les da la gana, ingobernables. Perdonarán ustedes, el hombre es cosa frágil y cuando se ve a sí mismo hace mal si no se engolosina.

[audio:http://www.alejandroaura.net/voztextos/20070817aurapelos.mp3]
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