Nueva cocina

Deveras que no soy enemigo de la experimentación en la cocina; en nada, pero tampoco allí. Es más, cuántas veces he dicho que hay que arriesgarse, que hay que probar, que con lo que se tiene en la cocina se pueden hacer nuevas mezclas y descubrir caminos novedosos al paladar. Los vinagres, los caldos, las especies, los frutos secos, las harinas, las sobras y los recalentados, cuántas sorpresas pueden darnos si es que andamos inspirados. De manera que, según yo, no soy un roñoso conservador que rechace las novedades. Pero hay de novedades a novedades. Empecemos por el principio. Fuimos a cenar al restorán del hotel contiguo; muy bonito, cómodo y a media luz. Caro, eso sí. Pero vale la pena darnos el gustito, pensamos.

Desde que se acabó con la ortodoxia de plato trinche, plato sopero y panero, las vajillas han cambiado una barbaridad. Los platos cuadrados, los de formas irregulares con un orilla levantada como quilla, los pellizcados en una esquina, se prestan para probar formas nuevas de servir, y desde que nos fijamos en la elegancia y discreción de la cocina japonesa, ya todos los chefs en lugar de salsas ponen pinceladas de color en los platos, con crema, con caramelo, con mostaza, con moras, como una firma o una grafía secreta que de tan abundante se ha vuelto pública y anodina. Milagros pidió un carpaccio de atún con salsa de soya y aguacate y le vino en la tómbola un plato hondo, como sopero, con una especie de corola en el centro acomodada con rebanadas de aguacate; encima de ella unas hojas de escarola simulando una flor rociada con crema rosada; a los lados de la flor, en un pantano de salsa de soya espolvoreada con ajonjolí, venían los trozos gruesos de atún crudo, como un sachimi generoso, alternados con hojas de endibia con su pedacito de queso de cabra cada una, y en el borde del plato, en un barroco de jícara michoacana sorprendente, orlas hechas con rebanadas de cebolla morada cerradas sus ondas hacia adentro del plato y espolvoreadas con perejil finísimamente cortado.

Y yo pedí una sopa de cebolla -de cuatro cebollas, decía en la carta- y me ocurrió un plato cónico pequeño en el que casi no había caldo, porque se lo habían chupado las dos rebanadas de pan tostado con abundante queso fundido encima que llenaban la superficie –esta sí ancha- del plato; buscaba yo como ave acuática desesperada el líquido bajo la vegetación y apenas sacaba unas pocas cucharadas escasas; entre ellas las indiferenciadas cuatro cebollas rebanadas. Y las ganas que tía, en medio del poco apetito con que ando, de comerme una sopa bien caldosa y caliente. Pero hombre, le dije al mesero, sugiérale al chef que ya que venden tan cara una sopa tan pretenciosa y escasa que por lo menos le quite a la cebolla la capa reseca pues deja unas láminas fibrosas que no se pueden masticar, mírelas. Que le desperdicie un poquito. Y ya no pedimos más, mi desencanto había llegado lejos. Lo que sí, que el platillo más tardado de todos fue la cuenta.

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