Inéditos

Un escritor joven que dirige una revista me pide un poema inédito para publicarlo. En principio, claro está que agradezco la demanda; me halaga que quiera incluirme entre sus colaboradores porque veo en ello un gesto de respeto o al menos de reconocimiento a mi trabajo –aunque quizás se trate sólo de la pura trayectoria del nombre en la baraja abundante de los variados prestigios de quienes escribimos-. La dificultad empieza cuando especifica que quiere algo inédito. Yo no sé para los demás, para mí los poemas inéditos suelen ser material inconcluso; me pertenecen, puedo hacer con ellos lo que quiera: modificarlos, destruirlos, disfrazarlos, ponerles moñitos, emparentarlos entre sí, mutilarlos o emparejarlos con objeto de ver si se reproducen. Hay temporadas –pocas en la vida, por desgracia- en que tengo muchos inéditos a la mano, hasta que algún azar produce la posibilidad de publicar un libro. Entonces vuelvo a establecer el diálogo con todos mis inéditos, buscando, como el general ante sus hombres, que todos se imbuyan del valor y el coraje que se necesita para entrar en la batalla, conciente de que una vez publicados ya no me pertenecen a mí sino a sí mismos ante su destino.

Pero ante la petición de inéditos tengo otra respuesta oculta: ¿y si le doy un poema de alguno de mis libros que se agotaron hace quince o veinte años? O hasta de libros más recientes. Las ediciones suelen ser de mil ejemplares y suponiendo que se hayan agotado, quienes los han leído son necesariamente unos cuántos, casi los mismos a quienes se los pude haber leído en persona en diferentes reuniones. Así que a menos que sea un fan o que tenga una memoria privilegiada, es difícil que sepa que ya el poema fue publicado en tal o cual ocasión. No sería propiamente un engaño sino una manera de interpretar su petición, porque, excepto aquellos poemas que disfrutan del privilegio de quedarse en la memoria de sus lectores, se puede decir en esta época de la reproducción inmediata de la información que son inéditos: no los conoce nadie. Y uno también tiene que trabajar por cada uno de sus productos.

Aquellos que ya están escritos en la memoria de alguien tienen la posibilidad de ser transmitidos, hasta por vía oral, a próximas generaciones, esos son los que se puede decir que se han salvado, que han cumplido su destino y que por ellos vale la pena haber vivido y haberse dejado elegir sumisamente por el oficio de poeta, pero los que no han tenido la suerte de encontrar su media naranja: aquel o aquella a quienes les revele un movimiento, un gesto cualquiera de su propia alma, de su personal manera de ser, que les ayude a guardar una peculiar experiencia; esos, digo, se puede decir que permanecen inéditos, vírgenes, que están allí con su carga inutilizada esperando el momento en que surja ese roto para ese descosido –cosa que bien puede ocurrir dentro de cien o doscientos años- o que la paja de que están hechos se pudra, empiece a oler mal y aparezca algún intendente que los ponga, como bien se lo merecen, en la basura.

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