Chimeneas

No recuerdo cuándo haya sido la última vez que estuve en una casa con chimenea. Siglos. O antes, cuando yo no era viejo ni tenía esta tos que me quiere arrancar pedazos de adentro, ni me dolían las piernas al poner sobre ellas el peso cada vez menos importante de mi cuerpo; cuando no había descubierto que subir escaleras es terrible porque tengo que remontar el fardo la altura de cada escalón, y que bajarlas es peor: hay que controlar que el peso no deshaga el bulto provisionalmente acomodado de la persona y cada vez hay que hacerlo sobre una pierna, con alternativa única, o una o la otra, y las dos amenzan cada vez con derrumbarse. Es más, la memoria me jala con insistencia a cuando viví en la calle Kepler, con Emma, porque allí sí teníamos chimenea; yo tenía veintitantos años y la vida era un lejano objetivo al que tarde o temprano llegaría. No estoy seguro pero creo que esa olla fue aportación nuestra al departamento –hasta creo que la compramos en Metepec-, un guaje de barro de unos ochenta centímetros de diámetro por uno diez de alto con su boca grande para meter la leña, y arriba su parte delgada para conectarla con un tubo que salía por la pared perforada a la medida; rústica pero efectiva. Se calentaba el barro e irradiaba calor a toda la casa

El chiste, claro, es el combustible. Esta de anoche la prendí con un cerillo que encendió enseguida el palito resinoso de ocote; puse tres o cuatro leños acomodados unos sobre otros y con el ocote abajo; bien secos los maderos enseguida encendieron. Sentado frente a la chimenea me puse a disfrutar el espectáculo único del fuego y todo lo que traía consigo. Me acordé de cuando era niño. Habíamos ido a un campamento y alguno de los grandes estaba manteniendo con trabajos el fuego para calentrar la cena. Llovía y la leña estaba mojada. El destino me escogió entonces para que pateara sin querer una olla con agua que estaba junto a la fogata y quiso que se derramara y apagara el fuego. Pinche escuincle baboso ahora la vuelves a encender o te echamos vestido al arroyo. Hacía un frío que pelaba. El terror me puso ingenio y eficacia; tomé el lugar del fogonero y me apliqué a soplar; buscaba afanosamente cualquier ascua que hubiera sobrevivido a la catástrofe y a ella me encomendaba con mis pulmones nuevecitos de niño amenazado; cuando la brasa me respondía buscaba una varita lo más seca posible y se la acercaba para que viera que mis intenciones eran buenas. Si la varita encendía acercaba alguna otra rama hasta que el fuego azuzado por el aire finito de mi soplido la seducía. Muy poco a poco restauré el fuego y me salvé.

No es que en Morelia haga frío, pero aquí, en Santa María, con una chimenea en la habitación se está tan bien y son tan buenos anfitriones que hay un caldero con rajas de ocote y una batea con leños bien secos que me dan la posibilidad de encender un fuego y sentarme a ver pasar el tiempo sin linealidad alguna; tal como las llamas se mueve hacia un lado y hacia otro.

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