Higos en la madrugada

Los hábitos tienen a veces orígenes remotos en la propia vida de uno o incluso en la memoria de antes de que uno actuara su propia vida, y otra veces se da uno cuenta de que son de reciente –o de muy reciente- adquisición, de que son hábitos tiernitos, brotes nuevos de la yema del habituario universal que apenas verdean pero ya existen y se imponen. Es el caso de uno que se me ha instalado para las horas de la madrugada. Desde que tomo no sé qué medicamento ya no puedo dormirme temprano; las horas de la noche pasan, despaciosas y calladas, mientras leo, veo alguna película o me entretengo con pensamientos y cosas de esas. Y no falta que de pronto me surja de algún lado la cabeza del gusanito que murmura: qué tal unos higos secos, o unas galletas, o pasitas. Y heme aquí ramoneando ese pasto en horas que no son propias para alimentarse sino para dejar que los aparatos internos completen su trabajo, distribuyan cada cosa en su lugar, cierren la labor del día y acaben con su intendencia el despacho de obligaciones. Pero.

Pero es que los higos secos son una delicia, y justo ahora, al empezar el invierno, que están en su punto. Me imagino que los secan al sol del primer otoño y supongo que para evitarles la tentación de estar pegosteosos los guardan enharinados, de modo que se ven blancos pero uno sabe que son de color crema, o marrón muy claro; su piel es apenas consistente para proteger el fruto pero fácil todavía de morder, y cuando lo haces, adentro late la frescura puntillista de ese dulce paisaje que te llena de mediterráneo; dulce, pero con naturalidad, variado en cada caso y sin aspavientos; un fruto seco, pues, un orejón, si no tuviera esa vida interior de que carecen las frutas que se secan y ya. Los higos secos llevan consigo su historia personal en cada caso, la trama y la urdimbre con que alguien tejió el mito particular que hay en cada pieza. Y a veces, porque eso es lo que tienen los hábitos recientes, que se pueden modificar, que son maleables, lo combino con pasitas de uva.

Un puño de pasitas en la boca deja un dulzor que requiere moderación, y entonces un higo seco lija todo empalagamiento en la tabla de la lengua y renueva el gusto de tener en la boca algo exquisito y con historia y con enigma. De modo que voy del vicio al placer repitiendo el camino con pecadora insistencia. O a veces –no ahora que han entrado a la casa turrones y mazapanes- me tiro por unas galletas Campurrianas y con pasión roedora voy cuidando que las migajas no caigan sobre las sábanas, que la punta de la lengua, en acción conjunta con los labios que cierran el área atacada por los dientes, recoja esas pequeñas constelaciones que harían del resto de la noche un incordio si quedaran rondando por su cuenta. No; no pasa nada; los hábitos recientes de la madrugada satisfacen mi gusto auxiliados por una muy melindrosa disciplina.

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