Me como una mandarina y miro hacia el mar. La mandarina fresca, perfumada, dulce, queda emparentada así con el agua de que me estoy despidiendo. Ah, si aquí hubiera descubierto la prodigalidad de la mandarina, pero qué esperanzas, si desplazo las baterías de la memoria, puedo llegar con facilidad hasta la infancia, mucho antes de conocer el mar. Así que voy de nuevo. Me como una mandarina frente al mar mientras calculo que nos vamos, que nos regresamos a Madrid, que hay que escoger el camino por el que volveremos para que se haga lo menos pesado, o lo más atractivo. Podríamos pasar por Cuenca y mostrarle a Fernando esas casas medievales colgadas del acantilado, el Museo de Arte Abstracto que se desplaza horizontalmente. Quizás podríamos iniciar un trámite para intercambiar exposiciones entre este museo y el Manuel Felguérez, de Zacatecas. Y de tal suerte volveríamos virtud al vicio.
El caso es que la estadía en esta casa magnífica de Jaime y Mercedes se acaba. Cerrar las ventanas, fijarse de no dejar conectado nada, no dejar llaves (grifos) abiertas, no dejar nada corruptible a la intemperie; buscar la manera más fina de dar las gracias por el hospedaje, que será aquella en que se note lo menos posible que estuvimos. Despedirse galantemente de las buganvilias y las azaleas (azáleas, las llamamos nosotros, con acento) del macetero de la terraza y dejar el áncora pequeña de un recuerdo ligeramente sumergida en el mar para poder volver cualquier día de estos. Y es fácil: se pone uno de frente en la terraza y el mar viene a comer en la mano, así de cerca y manso lo tienen.
Ya que el sabor de la mandarina se integró completamente hasta diluirse y empezar a ser recuerdo, me vino un regusto a lima y se me hizo agua la boca. Hay una fruta en México que llamamos lima y que acá no existe; es un cítrico más pequeño que la naranja, más amarillo que verde, que tiene un pezoncillo duro en el extremo en que se aferra al árbol mientras crece. No hay que confundirla con lo que acá llaman limas que son nuestros limones verdes, ácidos y pequeños. La lima es fruta dulce y perfumada como una niña, de una inocencia que sólo puede catalogarse de paradisiaca. Un vaso de jugo de lima puede sustituir una historia con ventaja y eliminar cualquier desviación de la conciencia. Y hoy, si tuviera una ristra de limas, si pudiera oler esa fragancia, si sacara cuidadosamente el pellejito de un gajo después de haber chupado toda la dulzura y me quedara con lo amargo de la cutícula… Esa sí que sería una buena despedida del mar.