¡Ah. Grecia!

Hace treinta o cuarenta años, cuando leí El Coloso de Marusi, de Henry Miller, me prometí que iría a Grecia y recorrería ese poso de historia y cultura con detenimiento y paciencia, iría a cada isla y cada asentamiento a la orilla del mar y me asomaría atrás de cada roca y me mojaría los pies en cada río saludándolo devotamente con la secreta intención de caerle bien y que viera con buenos ojos mi posible relación con alguna de sus hijas que seguramente estaría con otras ninfas tan apetecibles como ella por aquellos prados jugueteando bajo el cielo profundamente azul de aquel Mediterráneo. Cada año lo pospuse irresponsablemente. Cada vez pensé que no era el momento oportuno, que no tenía la libertad necesaria. Y mientras tanto leía a Homero o a Herodoto, a Jenofonte o a Apolonio de Rodas y me iba construyendo la barca de imágenes en que navegaría hacia adentro una vez que llegara a Grecia. Al empezar este año, cuando murió Sergio Jiménez, con quien compartí de muy joven, con tanto cariño, algunas de estas lecturas y fantasías y supe que él tampoco había ido a Grecia y que era uno los pendientes que dejaba, se redobló mi tristeza profunda por su muerte.

Pero estoy leyendo ahora un libro delicioso de Javier Reverte, Corazón de Ulises, que es un viaje por cada estación de la cultura griega, contado el viaje del solitario por los lugares de hoy día y contadas las abundantes lecturas y reflexiones que hacen que cada punto narrado de las islas y de tierra firme de Grecia y de Turquía se abra en el tiempo y se disfrute como un canasto inagotable de placeres y perplejidades. Por ahí andan todos los héroes y los mitos, todos los lugares que hemos recorrido una y mil veces gracias a la poderosa transmisión de la literatura, y andan los monstruos míticos y las batallas imposibles, los pasos de los ejércitos persas y de los aventureros griegos. Unos cinco mil años en abanico. Un bombón de lectura, que además de ser sabroso está lleno de sabiduría.

Cuando llegué al capítulo que se llama La armadura de Aquiles, pensé que leería una vez más la descripción minuciosa del mundo griego con sus ritos y costumbres labrados en el escudo con esa pasión de miniaturista y visión cinematográfica de Homero, cuando se la entrega Hefesto a Tetis que se la ha pedido para suplir las armas que Héctor se llevó como trofeos de guerra, para que se arme Aquiles, que ya depuso la cólera y está dispuesto a hacer las paces con Agamenón y entrar a la batalla para vengar la muerte de su querido Patroclo. Pero no, Reverte no va por ese camino; nos cuenta los últimos momentos del poema de Homero y pasa a otras reflexiones. En fin, ayer llegó mi hija Cecilia, que viene también de Grecia, esa Grecia que se me acerca cada día más y que veo más lejana cada vez. Qué cosas.

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