Más de nombres

Gabriela Zayas, siempre ponderada y sensata, aporta un elemento muy interesante a la discusión de ayer, acerca de los nombres propios en Venezuela, o en donde sea, porque ya vimos que en todas partes se cuecen habas. Nos pone como ejemplo el impronunciable nombre de una alumna nicaragüense cuyo padre le puso el abecedario al revés como palabra para llamarla. Una grossen putada, lo califica Gabriela. ¿Qué sería: zyxwvutsr…, y así? En tal caso -uno entre millones-, lo primero que hay que hacer es buscarle paliativo a esa pobre chiquita, llamándola algo así como zishbur, o zetita preciosa, y comenzar cuanto antes un juicio para cambiarse el nombre, y al padre darle una paliza colectiva en la plaza del pueblo, llenarlo de brea y emplumarlo, o mandarlo a un centro psiquiátrico si es que se trata de una comunidad no rural, o más organizada. Tampoco me parece que sea un asunto en que deban intervenir las leyes porque sería tanto como aceptar que hay que buscar un equilibrio entre la habitual maldad de los padres y el nombre de los hijos por medio del efecto igualador de la justicia. Y creo que, salvo excepciones que pueden ser bárbaras como ésta, no es así.

Cuando los padres dan nombre a los hijos expresan intenciones muy profundas que tienen que ver con la identidad colectiva e individual, con la fantasía y con la magia; el hecho de dar nombre a los hijos es un asunto sumamente complejo que, aunque con la abundancia de humanos que habemos se vaya deslavando y convirtiendo en asunto burocrático a cumplir para que queden inscritos en el registro, no ha dejado del todo al aire sus raíces. Para los progenitores, el nombre de su creatura define el aprecio que se tienen, la idea que comparten del mundo y las expectativas que les crea el nuevo ser que han engendrado. La que acoge a los desesperados, el que salvará a los hombres del mar, el enviado a las montañas, la suplicante de las olas, y cosas por el estilo son las etimologías de montones de nombres antiguos y expresan esperanzas y conjuros propiciatorios. Cuando en español actualmente les ponemos a nuestros hijos, Rodrigo, Jimena, Diego, Elvira o Martín, estamos evocando para ellos y para la vida que les deseamos una condición histórica consolidatoria, heroica, trascendente y durable. Si les ponemos Gwendolyn, José Richard, Yesenia u Otto, estamos revelando el lugar que las telenovelas han ocupado en nuestra visión del mundo.

Por otra parte, como las palabras –todas, también las que se usan para nombrar a las personas- tienen muchos valores y sentidos ocultos, habrá siempre posibilidades de juego, alteración, interpretación y modificación. Carmen señala cómo de Encarnación sacamos Encarna y de ésta Encarnita (en-carnita); en España existe tranquilamente como nombre femenino Mamen, que en México al menos, sería imposible por su directa alusión al verbo mamar, que en nuestros usos sociales no va a dar a la sana alimentación infantil sino a la genitalidad. ¿Tú quieres a Carlos o quieres a Carmela?, para los iniciados en los ritos mistéricos del albur mexicano representa una pregunta demoledora a costa de unos nombres de inocente apariencia, que por desgracia no cabe explicar aquí. Así que sigue sin parecerme oportuna la intervención de las leyes en el tema de los nombres propios; o en todo caso, la ley podría centrarse en los asuntos de educación pública y explicarle mejor a los educandos qué cosa es el nombre de las personas y qué representa socialmente el llamarlos así o asá.


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[audio:http://www.alejandroaura.net/voztextos/20070904auramasdenombres.mp3]

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