Junto con el cristianismo vino el trigo, porque en América el pan era el maíz y el maíz era sagrado, tenía sus orígenes divinos y sus celebraciones rituales, su larga historia y sus tradiciones. Pero desde que el trigo se impuso como material para elaborar el cuerpo de Cristo, y la religión de los recién llegados sustituyó –por las buenas o por las malas- a la local, adquirió su prestigio, su lugar entre las cosas sagradas.
El 6 de enero, en la fiesta de los Reyes Magos, se elabora una muy cristiana y tradicional rosca ritual hecha con harina de trigo; tiene metida entre su masa una clave de compensación cultural que nos pone en evidencia: aquel al que le sale el “niño dios”, el “monito”, tiene la obligación de hacer el día de la Candelaria, el dos de febrero, tamales de maíz para convidar a todos los presentes en la rosca. La comercialización ha banalizado por completo esta tradición y la responsabilidad que entraña; ahora las roscas traen tres, cuatro o más “niños dios” para satisfacer el grito de sorpresa y fingida alegría culpable que emiten los beneficiados con el “monito”, y nadie, en el ámbito urbano, siente ya que sea serio el compromiso de hacer los tamales de la Candelaria. Nadie piensa, por supuesto, que hay que compensar la adoración al trigo con la adoración al maíz.
Hay otros ejemplos de panes rituales que tienen su día y su fiesta y su explicación, aunque sea deslavada y descolorida. Uno de ellos es el pan de muerto. Hay cientos de modalidades de este pan, hecho con masas de muy diferente textura, con formas tan caprichosas como pueda creerse de una imaginación tan subjetiva como la de hacer un pan para muertos, que se elabora para celebrar su día, el 2 de noviembre. Es una pieza que se pone en la ofrenda con que se convida al alma del difunto familiar a compartir los alimentos con nosotros por medio de una ceremonia que se hace en la casa o en el cementerio. Sin embargo la forma que se ha vuelto emblemática es la de un bollo redondo amasado con harina, huevos, mantequilla, azúcar y agua de azahar, adornado con tiras de la misma masa que representan huesos del muerto, una bolita en el centro que evoca la calavera, y espolvoreado finalmente con azúcar.
Estamos a 23 de septiembre; falta más de un mes para el día de muertos, pero anoche Pablo mi hijo compró pan de muerto en Superama. Es un pan ritual, se hace con ingredientes supuestamente más caros que el pan ordinario por lo que se vende a mayor precio. Luego lo seguirán vendiendo hasta finales de noviembre, y el que era para un día señalado se dispersará en el sinsentido de los meses, con lo que la ritualidad merma pero el bolsillo engrosa.
Pero estaba el tal pan de muerto tan delicioso, tan delicado, tan exquisito, que me valieron madre todas las especulaciones antropológicas y me lo comí disfrutándolo como si estuviera besando los piececitos de un bebé recién bañado.