La habitación está oscura; voy suponiendo la hora por los sonidos. Detrás de las cortinas debe estar agazapado el día acechando a sus víctimas. No quiero despertar del todo aunque nos dormimos temprano; apenas estaría dando la media noche cuando doblamos las manos y nos entregamos calladitos al destino; dormir más ayudará a remediar mis males, se me ocurre, que han estado tan presentes estos días, aunque la verdad es que cada vez que cambio de postura la tos me sacude y hace que la cama retiemble como en el himno nacional la tierra. Hace horas que estoy en duermevela. O esa es la sensación que tengo. He estado oyendo la inagotable novedad de los ruidos. Los que uno conoce van acomodándose de tal modo que se amortiguan unos con otros y no molestan, no se notan, uno puede dormir tranquilamente en medio de los sonidos habituales, pero los desconocidos pasan apenas por primera vez la aduana y tienen que mostrar que son inocuos. El animal antiguo que somos guarda en algún rincón de la memoria el instinto de conservación y por más que duerma tiene una antena lista para captar el peligro, no sea que fuera del refugio alguna fiera aceche. Pero no; qué peligro puede haber en un hotel del centro de Morelia.
Los ruidos que se oyen son predecibles: motores, cláxones, alarmas, el rodar de las llantas sobre el pavimento; de pronto, la campana innoble, humilde, de la basura que pasa despacio y se va renqueando, o sea que ya es hora de la vida civil; una motocicleta pedorra, la radio encendida en algún coche con la ventanilla abierta; una sirena trata de abrirse paso impaciente; algunas voces fuertes se imponen sobre la modulación ambiente, tienen prisa o son líderes del traqueteo; el taconeo cimbreante de alguna construcción femenina deja traslucir su rotundidad en el sonido; unos conversadores fugaces pasan muy cerca de la ventana pero no aportan ni una palabra inteligible al mundo que está tratando de construirse sobre mi almohada; y periódicamente, desde hace un buen rato, una campana, supongo que de la catedral porque es contundente, grave, sin una pizca vacilante, deja caer su admonición sobre el oído de todos; parecería que lleva siglos sonando con la misma voz; en su aleación metálica no se siente que haya nada fuera de proporción que pudiera inducir el pensamiento de algo improvisado.
Siento que debo despertarme del todo, dejar de pepenar sonidos en el muladar fangoso y perverso de mi entresueño y ponerme a laborar. Es tan poquito mi trabajo, y tan grato; sólo tengo que escribir una página larga y ponerla a navegar en este mar que es de todos. La obligación es ínfima: si quiero cuento lo que me va pasando, si no, invento lo que quiera, aunque sé que con un mínimo de astucia cualquiera descubrirá el plumero por más que lo quiera ocultar bajo la capa. Hoy es miércoles, comienza el encuentro de poetas que ya deben venir en camino desde la ciudad de México; en dos o tres horas estarán aquí; el hotel burbujeará metáforas e imágenes verbales por doquiera y yo me sentiré arropado, metido por completo en mi elemento. Buenos días; despertemos. Buenos días.