Lúgubre, lóbrego

Le oí decir anoche en una de esas meditaciones intrascendentes que apuntan algo como para ver si jalan al alma y se sumergen en algún agua profunda, el alejandrino de Rubén Darío que otras veces ha relucido por sitios semejantes de su conciencia: la pérdida del reino que estaba para mí. Le ocurre con frecuencia cuando repasa de cierto modo memorias de la niñez y de la adolescencia. Pero luego los derivados de su acercamiento son tan vanos y vulgares que opta por recordar a Darío mejor que por pensarse en él. Sé que tiene que ver con su conciencia y la culpa pero no me atrevo a interpretarlo si él no da licencia, si interrumpe el discurso propio y me deja batallando con conjeturas que no me corresponden. De modo que lo seguí por las peripecias del sueño a ver si aparecían señales, y al despertar la primera vez le surgieron al hilo palabras no reveladoras: lúgubre, sombrío, lóbrego, funesto, sórdido; quedéme taciturno y me volví a dormir junto con él porque no les puso enjundia. Acabé pensando, a la segunda o la tercera despertada en la que volvieron a aparecer tales floridas palabras, que se podía referir a la Semana Santa.

Aquí no; aquí y ahora es una fiesta; el sacrificio que se hace para cargar las parihuelas sobre las que bogan las figuras de la Pasión se ve animado por sentimientos de una religiosidad demasiado inmediata, urbana, callejera; una religión de comer y beber, de presumir y bailar. Lástima que desde el año pasado decidieron cambiar el pagano recorrido de una de las procesiones, la del Cristo de Medinaceli, que pasaba justo bajo mis balcones y desde allí la mirábamos y nos encandilaba su música penetrante, sombría en apariencia pero trufada de azúcar y canela, y su oropel fantástico de alcoba cuidado con el esmero de una matrona que a través de sus figuras evoca los días del baile y la fiesta, los días, necesariamente discretos hacia fuera pero llenos por dentro de señas del amor carnal. El público estalla en aplausos cuando los costaleros, los cuarenta o cincuenta fortachones que cargan la pesada plataforma, logran hacer un coordinado paso de baile que mueve las figuras divinas rompiendo la solemnidad de toda la apariencia.

No; yo creo que las palabras fúnebres surgieron de la visión de la película de Mel Gibson, porque la vimos esta semana como opción temática, y es espeluznante (Yo, claro, la vi arrinconadito en mi sitio de narrador que en todo está.) La cantidad de dolor y sacrificio acumulados sobre el personaje va más allá de toda explicación física o terrenal: quiere alcanzar el mito e instalarse entre las causas de lo divino, sólo los dioses pueden con cosas como ésas. Nada que ver, insisto -pensaba él-, con los bañados y perfumados cristos de las procesiones callejeras de por aquí. Y no sé si este contraste, este violentar por dentro algo que aunque rechazo reconozco como parte inevitable de un fundamento de identidad es lo que anoche, al vuelo, como tantas otras veces me hizo pasar por el rabillo de la memoria los versos de Darío, que cito igual, de memoria “y el dolor de no ser lo que yo hubiera sido, la pérdida del reino que estaba para mí, y el sueño que es mi vida desde que yo nací.”

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