Aunque ayer dormí a lo largo de todo el día siestas y modorras matutinas y vespertinas, por la noche me quedé profundo como si hubiera estado trabajando en la construcción. Dice Milagros que sonó el teléfono, pero yo, que salto siempre a la primera, no lo oí. Qué bueno. Más me vale aflojar el cuerpo para que los medicamentos actúen a su antojo en los corredores de mis células, que se desplacen por donde quieran sin obstáculos y hagan sus barbaridades a sus anchas. El segundo, el tercero y el cuarto día de la quimio suelen ser los peores, pero ahora el segundo, que fue ayer, me pareció el peor de todos: no pude comer nada, excepto un jugo de carne; a ratos no quería hablar ni departir, ni estar; me duele el esqueleto como si algo hubiera andado por dentro de mí averiguando de qué material son mis huesos y hubiera dejado todo desacomodado y lleno de raspones. Si alguien de ustedes está pensando en tener cáncer yo se lo desaconsejo. Es muy incómodo.
Pero bueno, dormí como un bendito y eso tiene sus compensaciones: veo una lucecita al final que será dentro de dos o tres días, hasta la siguiente aplicación, y volveré a estar más o menos apto para pensar, trabajar, escribir, reírme, comer rico. Lástima que no soñé, o no recuerdo lo que soñé, porque reconstruir los sueños en la primera vigilia es un ejercicio delicioso en el que no hay nada ni nadie que pueda interponerse y decir que no es cierto, no hay libertad más libre que la de los sueños. Se los habría contado y sabríamos ustedes y yo por donde andan los tiros de mis campos de batalla internos. Suponiendo, de manera arbitraria como lo hago, que a alguien le interese saber lo que le pasa a un señor que está en un tratamiento de quimioterapia y no tiene ningún recato para contarlo.