Helena a la muralla

Si tienen ustedes más o menos fresca la lectura de la Ilíada, recordarán que cuando Menelao y Paris deciden pelear uno contra otro por el rescate de Helena para que se acabe la guerra, Zeus manda a Iris, la mensajera, a avisarle de lo que va a ocurrir. Los dioses son muy entrometidos. Se divierten con los acontecimientos humanos. Era así en tiempos de Homero y sigue siendo igual.

HELENA A LA MURALLA

De manera que estás, bellísima Helena, arrepentida
y cuando llega Iris mensajera en forma de tu cuñada Laódice, la primera en hermosura,
a buscarte con susurros de telas que al paso de sus pasos parecen palmas de manos que se frotaran las unas con las otras,
que subas a los torreones a ver a tu exmarido y a Alejandro pelear por ti
para que ya se acabe de una buena vez esa maldita guerra que lleva ya diez años, ya, ya,
tú estás muy modosita bordando en un manto de púrpura las caras de los troyanos que siempre se te han figurado, a pesar del esfuerzo que hacen, muñecos con los que te apetece jugar,
y de los aqueos a quienes te ha dado por extrañar últimamente,
en particular al rubio Menelao que aquí estás prefigurando y en cuyos robustos brazos tantas veces…

Para qué recordarlo. Con un espejo de bronce en tus manos te asomabas entonces al vacío
y loca, te daba por delirar imaginándote amada, arrancada, desgarrada, comida por el amor.
Ahora que te ven pasar esos ancianos rumbo a la muralla y se quedan murmurando lascivias de ti, desvergonzados,
que a su edad no les importa esconder lo que saben que nadie puede cobrar al espacio sin dientes de sus bocas,
con cuánto amor piensas en tu primer hogar
con las muchachas, la lana esperando ser cardada, el perfumero,
la resina de aquel árbol en que te gustaba subirte de niña y hasta ya bien entrada en mujer. La presentación formal de Menelao pretendiente.

Tu primer hogar, tu casa, tu hermana Clitemnestra, y a propósito: ¿estás enterada que el bruto de tu excuñado Agamenón, al que ahora vas a ver desde la altura sobresalir entre todos los guerreros,
tanto por su estatura de gigante como por su porte de primero entre los príncipes,
quiso sacrificar a la núbil Ifigenia
para propiciar que los dioses le soplaran las velas de los barcos en que venían por ti?
¿Y sabes que hace ya diez años que, sin que nadie lo sepa, convertida en vestal de Artemisa,
ha sido negada a todo amor de varón, con lo que tú no te avendrías?
Piensas: no sé por qué tiene todo esto un olor a tragedia; y eso que no sabes nada, mas que lo poco que ves y la mucha sangre vertida,
mientras vas hacia la muralla desde donde tu suegro Príamo, el bueno de Príamo que si no se atrevió a intentar tener hijos contigo
fue sólo porque a todos les habría parecido un escándalo imperdonable,
aunque ganas no le faltaran, como a todos,
está mirando el desarrollo de los acontecimientos
como suele decirse desde tiempo inmemorial. Y ya está viejo también.

De manera que extrañas, que estás arrepentida; ah, caramba. Leda, madre, piensas,
cuando con mi padre Zeus en figura de cisne nos engendraste a mí y a Polideuces,
¿no habrás tomado por casualidad una ponzoña al estar rasguñando la tierra con las uñas ansiosas
y tenido el descuido de contaminar con ella
la semilla turgente de mi corazón todavía no formado siquiera?

¡Ay Zeus! También Alejandro está allá, donde van a pelear por mí.
Yo qué hago. Diez años ha que yazgo con él en su lecho blando. ¿Habrá un solo modo de su cuerpo que me quede aún por conocer? Qué hago.
Perra de mí, que habré de ser materia de cantos y reproches merecidos en el inclemente futuro,
así me doy a la vista de todos con los brazos desnudos y mi cara de perra y esta túnica talar que viste mi desvergüenza.

Helena. Helena en la torre de Ilión.
Los dioses apocados por tus recursos primorosos labraron tan ingrato destino como el que hoy te trae a la muralla.

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