Hombre sin coche

No fue motivo de conflicto. Se me reveló como una Anunciación, con la naturalidad del ángel que transmite el mensaje protegido por sus alas de plumas: en Madrid es absurdo tener coche. Pensaba viendo los catálogos de productos para diplomáticos en la marca y el modelo que compraría, exento de no sé qué impuestos, y me relamía los bigotes imaginando que al fin podría tener un carrazo. En el que más pensaba era en un Jaguar porque recordaba aquellos con el tablero y el volante de madera de mi infancia (aquí, que prefieren castellanizar las palabras extranjeras, le llaman Yáguar; para que se vea qué poca regla hay en los accidentes del habla), o trataba de tascar mi propio freno e iba al más austero de los VW regañándome por mi frivolidad. Pero de repente llegó la señal: a pie, reycito, en transporte público, déjate de ilusiones. Y no era porque me faltaran recursos, podía comprarlo a crédito y holgadamente cubrir la mensualidad. Pero la casa que conseguí para vivir me quedaba a cuadra y media del trabajo y todos los lugares atractivos de la ciudad me eran accesibles a pie. Mientras decidía lo del coche usé taxis cuando fue necesario y vi que eran abundantes y a precio razonable; usé autobuses y quedé encantado con su servicio. Alquilé coche por día, por cuenta del trabajo, para cumplir compromisos en otras ciudades. Usé trenes cómodos y amables.

Lo peor fue cuando calculé las vueltas que daría por el barrio antes de encontrar espacio para estacionarme o hice las cuentas de lo que me costaría guardarlo en una pensión –que estaba más lejos que el trabajo- o la inversión que representaría comprar una plaza de aparcamiento cercana. Y cuando pensé en el uso que le daría: alguna noche, quizás, para ir a cenar a casa de alguien que viva lejos; cuando quiera comprar algo para la casa en las súper tiendas que están fuera de la ciudad; para ir a otras ciudades algunos fines de semana; no encontraba otros usos o mayor frecuencia para moverlo; es por demás, supe, olvidémoslo; y vi todos los coches de los catálogos deslavarse en sus páginas o coger el aire y volar hacia las nubes con sus rueditas colgando. Un hombre sin coche. Algo contrario a lo que quienes venimos de ciudades en América podemos concebir.

A ciertas horas la ciudad, igual que todas, se congestiona; hay más coches que calle y es imposible moverse. La cuenta de muertos al año en accidentes de coche crece por más medidas que se tomen. La cantidad de humos tóxicos que respiramos que la digan mis pulmones. La ira de quienes están encerrados en cada una de esas cabinas móviles estalla a la menor provocación y descompone todos los esfuerzos de convivencia. En el horario más caro de todas las televisoras del mundo lo que más se anuncia son coches, cosa maravillosa porque los cineastas han alcanzado una creatividad sin límites. En todos los periódicos y revistas hay páginas completas a todo color con anuncios de coches en los que los fotógrafos no tienen fronteras. Los impuestos con que están gravados son escandalosos. Y aun así, qué bien se siente salir de tu casa, subirte a tu automóvil particular, cerrar la pesada portezuela e imaginar la ruta hacia donde vas mientras te acomodas ceremoniosamente el obligatorio cinturón de seguridad. Qué buena cara se te pone. O elegir, en otra concepción del mundo, ser hombre sin coche. Como yo.

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