Hay cosas que son más bien difíciles de explicar; entre ellas están los cuajinicuiles. Unas vainas que contienen dentro unos frutos envueltos en pelusilla dulce. No; por eso digo que hay dificultad. Trataré de ser más preciso: hay en algunas regiones cálidas en México un árbol de la familia de las mimosas que da una vaina de aproximadamente veinte centímetros de largo por cuatro o cinco de ancho; al abrirla –la tuerces por los extremos y se separan por el centro sus dos valvas como una vaina de chícharos-, se encuentra uno con unas semillas duras color café oscuro y con tendencia a la forma rectangular, cinco o seis, formadas como golosinas amorosamente empacadas, envueltas en una materia blanca como hecha a base de pelusilla adherida a una materia gelatinosa que envuelve y protege a la semilla. Pues esta pelusilla y su materia asociada es lo aprovechable del fruto; dulce y delicada se deja roer en torno a la semilla que no hay que intentar morder siquiera porque es de dureza considerable.
No, no; siento que he fracasado, que nadie que desconozca los cuajinicuiles se los puede imaginar con esta descripción. Cuando la abres no se ven las semillas, se ve un mullido espacio de blancas y algodonosas formas inquietantes. Quizás me acerque a una apariencia técnica del objeto, su tamaño y su color externo, que es de un verde serio y se va transformando con tonos marrones conforme madura, pero su consistencia suave y su frescura de fruto tropical no encuentro cómo describirlas. No se parece a la manzana ni al higo, no es cercana al melón ni se parece a la ciruela; ah, un momento, tal vez podríamos encontrar un camino si nos acercamos a la chirimoya; sí, cierta familiaridad puede haber con esa blanca pulpa y esa ácida dulzura sin ofensa que ofrece la chirimoya, aunque el cuajinicuil es más etéreo, menos contundente, menos masa y más promesa; en lugar de ser su pulpa una pasta cremosa es un tejido sutil de filamentos que gustan de secretear con la lengua acerca de cosas que ocurren en las noches boscosas tropicales; alas de insectos, patas de bichitos que escalan las alturas de los árboles para encontrarse con sus dioses, velos en que se envuelven los espíritus de la fruta para enseñarse unos a otros las calidades de su azúcar.
Pero el cuajinicuil, con todo y ser una exquisita forma de lo oculto misterioso, es una fruta corriente que no tiene prácticamente lugar en el mercado; hay cuando hay, nadie la cultiva, la recogen cuando los árboles generosos la dan y la llevan a vender a ver si les dan algo por ella; no está en el ranking mundial de frutos que esperan su oportunidad para ocupar los espacios de los grandes almacenes. No lo sé, pero supongo que no hay ninguna empresa de mejoramiento genético de frutos que esté estudiando cómo hacer más lenta su maduración, más abundante su pulpa, más explícito su olor, o cómo mejorar su empaque para que resista la exportación, o cómo uniformar su tamaño y color para que ofrezca más garantías en el mercado internacional; pertenece todavía al orden de las cosas puras. Si alguien tiene información que contradiga mi escepticismo, le ruego que me la haga saber a la brevedad posible. Hoy amanecí con un fuerte antojo de cuajinicuiles.
Escúchalo: [audio:http://www.alejandroaura.net/voztextos/20070905auracuajinicuil.mp3]