A propósito de desayunos

Estoy humildemente sentado en la cama articulada escribiendo la página que habrá de justificarme el día de hoy y esperando a que Milagros me avise que ya está el desayuno. La veré pasar por el pasillo con la bandeja cargada de platos y la seguiré hacia la mesa del salón donde nos sentaremos a desayunar y a charlar de los acontecimientos de la noche. O me llamará a la cocina diciéndome que ya está servido, porque también existe la opción de desayunar allí. Tantas minucias tiene el transcurso de la noche que aunque durmamos uno junto al otro, cada cuerpo percibe de manera diferente lo que sucede en esas horas en las que la razón no actúa y la memoria tiene sólo una puertecita para recibir datos que después habrá de procesar. Aparte del buzón de los mensajes cifrados del sueño. Qué lejanas suelen estar las personas cuando están dormidas. Se necesita el soplo de la vigilia para saber que se está junto a alguien, porque de otra suerte ni siquiera sabe uno que está solo. Caes y la caída es tan profunda que no se nota hasta dónde llega; si no fuera porque mientras vivimos despertamos…

Si todo es como debe ser habrá una chirimoya lista para comerse; ayer me pareció que en la canasta de la fruta una de las tres se ofrecía ya como candidata diciendo que tenía las mejores intenciones, que le diéramos su oportunidad, que aunque la viéramos desaseadita le podíamos tocar la consistencia y juzgar por nosotros mismos –yo, la verdad, si me animé a tocarla-; habrá una rebanada de papaya, que es fruta que poco se come en España pero en el desayuno mexicano es indispensable, y qué distinta es ahora, de otro sabor y otro color que las papayas de mi infancia, aquellas enormes papayas amarillas de antes de la ingeniería genética que maduraban con el calor de las miradas de deseo; piña, plátano, fresas; habrá alguna manzana pero no sé si repita porque anoche me comí una. Y tomaremos una taza de té; de esas mezclas que cada vez le quedan más exquisitas a Milagros: rojo, negro, verde y especias, y comeremos un bizcocho o una rebanada de pan negro alemán con miel o con mermelada de naranja amarga.

Lo que de plano se alejó del horizonte de mis desayunos son los platillos salados: huevos, chilaquiles, quesadillas, peneques (no, peneques en España, ¡qué esperanzas!), molletes o aquellos bistecitos encebollados con los que me sentía listo para lanzarme a conquistar el día, ya no, ahora son antojos de la noche. Cuando lo pienso siento nostalgia por los desayunos de ciertos años de mi vida en México, los diez últimos sobre todo. Me veo a mí mismo, recién bañado, enérgico, contento, vestido para la batalla, desayunando en aquella vajilla preciosa de Uriarte y charlando con alguien en el comedor luminoso de la casa de Tiépolo, con un apetito de tractor. Y ahora que lo digo no sé ya si de lo que tengo nostalgia es de los desayunos o del vigor con que los disfrutaba. Pero bueno, ese vigor en general no ha cambiado, lo que ha cambiado es la composición del desayuno; cada país tiene sus hábitos, ¿verdad?

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