Oscuridad y sueños

Con qué facilidad los sueños se evaporan. El solvente de la vigilia es mucho más poderoso que el deseo de traducir mensajes; la mano onírica con su guante blanco y seco los dejó cuidadosa en el buzón para ser interpretados luego. Cuando empezaron a sonar los ruidosos cláxones en la calle y me quitaron la felicidad de los sueños estuve redactando la historia de unos becerros –él y ella- que se alegraban tanto de su encuentro –como seres enamorados- que se manifestaban con expresiones ajenas a su especie y comprensibles a la nuestra, como una escena bucólica descrita por el propio Shakespeare. Pero no sólo sino que yo me veía en una situación de definición difícil: resulta que me habían asignado para un puesto diplomático en un país de oriente y mientras unos me decían que qué suerte, otros me sugerían que no aceptara, que qué iba yo a hacer entre camellos, arena, suciedad y violencia. Yo no tenía opinión, supongo, porque tan pronto me alegraba del exótico destino como me veía disgustado por las circunstancias. Andaba yo por la ciudad en calles que no eran paralelas y había que conocerlas para acortar el camino; no era agradable estar solo. El ruido, sin embargo, que era de este lado, acabó dispersando por completo los materiales etéreos de los sueños.

Me desperté incómodo y tosiendo intensamente; una tos telúrica que tenía como fondo las campanas de la catedral de San Luis; no sé qué ondas penetraban a mayor profundidad de la tierra, unas a poner su queja, las otras a convocar almas para el rito, y ya que el material se me desvanecía quise evocar las acciones de ayer para tener sustancia. En realidad no hay nada –pensé- ni a un lado ni al otro, ni en la vigilia ni en los sueños; todo se desvanece igual, todo se difumina y deslava con el agua del tiempo. Aunque no, sólo es cosa de la mañana tener tal pensamiento que aún no ha sido activado por la chispa del día; es mentir querer escamotear cosas que ocurrieron, o que al menos la memoria puede enumerar sin que se dispersen al buscar atraparlas. Otras campanas de otra iglesia cercana acompañan mi vuelta a la razón; no son catedralicias, pero suenan y convocan.

Fuimos por la tarde a las gorditerías de Morales. Uno tras otro están los establecimientos que ofrecen iguales atractivos: gorditas, quesadillas, sopes. Los panes planos de maíz se separan por en medio y se dejan rellenar de chicharrón guisado, de queso con rajas, de picadillo, de nopales, de huevo con salsa verde o roja, de carne deshebrada. Lo que notamos fue que el maíz sabía como de antes cuando nos dieron unas tortillas para hacernos nuestros tacos de aguacate.

Y bueno, perdónenme la dispersión, se cumplió a lo que te truje: presentamos el libro en el Museo Cossío. El poeta Armando Adame, con quien tantos y tan buenos recuerdos tengo, hizo las galas de la presentación y luego leí los poemas ante público atento y cariñoso. Un joven gótico me preguntó al final de la lectura que por dónde se debe seguir cuando la oscuridad se acaba y le dije más o menos que no se acaba porque no está afuera, que tiene matices infinitos que la van transformando, que los busque dentro de sí; me miró con desconfianza y no sé si creyó en lo que le dije o pensó que había hecho un juego de palabras.

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