Atasco en Insurgentes

Sale tanta luz del cielo que parece domingo. La plaza está silenciosa como esperando algún acontecimiento musical. Lo que es verde tiene una iluminacón especial que lo destaca. Lo demás muestra la paleta armónica y serena de un artista maduro. La quietud activa tiene fuero. En algún corralón están guardados los días de entre semana con su innoble boruca y su desigual comportamiento. Por fortuna queda esta tregua semanal. Sin ella, los habitantes del universo urbano de incontables millones que aquí comparten el espacio ya habrían echado la convivencia por la borda y estarían reeditando los peores capítulos de la historia de la destrucción. Si hubieran ustedes visto ayer lo que era la Avenida de los Insurgentes; fuimos –lo digo para quienes conocen la ciudad- del Parque Hundido a la Zona Rosa, unos quince kilómetros, calculo como buen cubero, en línea recta. Íbamos a recoger a Milagros que se fue a visitar a una amiga. ¡Ridícula pretensión la de ir en coche! Mucho mejor hubiera sido ir en patines. Tardamos como hora y media.

Todos los planes de comida se fueron a la porra. Habíamos quedado –y era punto de confluencia para todos- de comer en un restaurante árabe que reencontró mi hija María en Coyoacán –unos veinte kilómetros de calles en sentido inverso a donde andábamos-, a cuyo antecedente, en el centro de la ciudad, solíamos ir algunos domingos cuando mis hijos eran chicos. Ya el humus de garbanzo me repapaloteaba en la imaginación y el kepe crudo con su picante cebollita de cambray y sus hojas de hierbabuena me sacaba los colores en las mejillas del apetito y la pasta de berenjena, el tabule y el jocoque seco me retrotraían a épocas en las que Lalo, el dueño, nos daba para bienvenirnos unos trocitos de queso asado pinchados en palillos y nos contaba algunas cosas de su pasado de hijo de inmigrante libanés. El restaurante es de sus hijos –Lalo, mi amigo, murió hace muchos años- y la reservación era a las tres. Pasó la hora y ocurrió la siguiente, y nosotros limpiamente atascados en Insurgentes. Acordamos con los demás comensales movernos todos y reunirnos en un lugar neutral.

Como ya de atascos y embotellamientos se ha escrito mucho no voy a abundar en las prácticas inverosímiles que ejecutan los desesperados, sólo una aportación: digo yo que cada uno de los detenidos podría pensar en una enmienda constitucional que transformaría la República en un paraíso. Ya se sabe que modificar la Constitución desde las necesidades e iniciativas sociales es un asunto de ligas mayores, pero si llegaran al gobierno cientos, miles, millones de proposiciones, no habría más remedio que repensar la cosa. Declarar a México República Libre de Coches Particulares. En cuanto tenga vigor me pondré a redactar los prolegómenos en los que se consideren las consecuencias nacionales e internacionales, personales y colectivas, económicas y políticas, morales y filosóficas que tal medida acarrearía. Por lo pronto propongo a los demás que antes de condenarme por idealista lo consideren, que le den una pensadita y lo hablen en sus círculos más íntimos de amigos; verán que es descabellado y absurdo, tanto como pensar que se puede volar o que la tierra dé vueltas alrededor del sol.

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