Mi ejército de Roma

A lo ancho, a lo largo, hacia adentro y en torno; en todas las dimensiones estuve y todo lo abarqué y conocí empeñado en la perfección necesaria para ser el maestro que ve desde fuera y puede definirlo todo. Nada se quedó sin pasar por mi experiencia. Estuve en la formación individual y en el entrenamiento colectivo de los hombres que componían aquel ejército descomunal; cada uno era la respuesta del músculo común y todos juntos actuaban como un cuerpo único que reacciona al estímulo externo que toca un nervio sensible. Estuve en las cocinas en donde se prepara la alimentación simultanea para miles de bocas hambrientas, necesitadas del combustible con que habrán de desplazarse por el camino glorioso de la historia. Me tocó comprobar plato por plato, la abundancia, la precisión, el equilibrio de lo necesario y la vanidad de lo exquisito; las raciones de carne, la oportunidad del salseo, la cocción adecuada, la temperatura al servirse, porque todo respondía a un plan calculado con rigor científico; el azar carecía de fuero en tal entorno. Para que una máquina tan poderosa avance es necesaria la aportación del combustible en grado y calidad impecables. Y los vi y los acompañé a comer con apetito voraz en medio de los campos polvosos en donde se formaban a millares desconcertando cualquier capacidad de imaginar el número de elementos que contemplarían aquellas multitudes colosales.

Me tocó también conocer las bodegas de intendencia. Un universo de correas, cáñamos, alambres, clavos, hilos de todas clases, ojillos metálicos, aldabas, goznes, tiras de cuero, perplejidades sin cuento capaces de ayudar a reparar cualquier rotura, cualquier imprevisto en cualquier momento. Quienes allí estaban eran maestros en el arte de lo inimaginado, profesores de todología, funámbulos entrenados para sorprender al mundo con las acciones más inocentes y pedestres de la reparación de todas las cosas. No puede haber nada que un soldado de este ejército necesite, nuevo o arreglado, que no se resuelva en este departamento inmenso de alucinaciones. Conocí la habilidad con que trabajan, la inmediatez de sus respuestas, la finura de sus acciones para resolver con una laminilla la resquebrajadura del escudo, o con un alambre retorcido calibrar la catapulta que perdió precisión en el desplazamiento; habilitar una sandalia para evitar una cojera o reenganchar una túnica al hombro de una figura destacada, o enderezar un carro con una ganzúa para que no salga de la perfecta formación a que pertenece.

No sé por qué vi todo esto. No entiendo qué necesidad tengo de andarme soñando en medio del ejército imperial de Roma, ni menos como observador o cronista. Ni en medio de ningún ejército de ninguna época de la historia de la humanidad. Pero uno no define lo que sueña ni programa los veleidosos viajes de la inconsciencia por esos territorios enigmáticos de la noche. Uno cierra los ojos, tose, se lamenta de no dejar dormir tranquila a su compañera y poco a poco, según se pueda, se abandona a lo que venga. Y si eso viene por algo será, pero qué difícil, qué difícil explicarse en el trance de despertar que uno es un perito en soldadería romana, un experto en alimentación, equipamiento y apariencia del ejército con que Roma conquistó el mundo que sus ojos alcanzaron a ver y que sus viajeros le dijeron que existía. Uno qué tiene que ver, hazme favor.

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