Martes 13

Pensamos que como era martes 13 –el día que se incendian los hoteles, se caen los puentes, los elevadores se traban en el piso sesenta y dos, las colisiones andan sueltas buscando sujetos que enfrentar para afectarlos y las mariposas arden sin darse cuenta en el fuego atrabiliario de la pasión de los coleccionistas- el avión vendría semivacío y podríamos obtener ventajas suplementarias. Pero qué, soñar fue nomás, imaginarnos. Está visto que el espíritu supersticioso está en caída libre, el miedo que llenaba las noches de gritos espantosos ha reculado a los ámbitos iluminados e imprecisos de la razón, ya nadie atesora el prodigio de creer: lleno hasta la bandera, lleno de bote en bote, lleno hasta el reloj –como dirían los empresarios de la plaza México el domingo antepasado que toreó José Tomás- y no había sitio para ninguna ampliación de ventajas. Lástima. Aunque por fortuna el aire cósmico empuja a los aviones cuando vienen de allá para acá y en diez horas nos trasladamos, océano Atlántico de por medio, de país en que se habla español a país en que se habla español.

A Milagros se le ocurrió pedir que me pusieran silla de ruedas para ingresar a España porque los recorridos por la terminal 4 del nuevo aeropuerto de Barajas son interminables. Puedo caminar, sí, bien, bastantito, pero con la novedad que he andado de flojedades en las coyunturas, de dolores en las rodillas, pensó que el kilómetro y medio que va de la salida del avión al puesto de migración, más lo que siga en adelante hasta la conclusión del recorrido, era mejor encomendarlo a las ventajas del primer mundo. Y sí que es expedita la cosa: me recogieron en la puerta del aeroplano y me llevaron sentadito por puertas y pasillos que iban cortando como atajos el camino de los pobres peregrinos que se bajaron del mismo avión, y con celeridad pasamos en estado de excepción aduanas y revisiones hasta que la silla móvil me vino a dejar frente a la banda de recogida de equipajes, ya a tiro de piedra de la salida del aeropuerto, en donde nos esperaba Oscar. Pues hasta aquí lo dejo, Alejandro, porque tengo que hacer otros servicios, me dijo la silla y se retiró con todos mis agradecimientos.

Y aquí estoy, ya en casa, apurado y preocupado por la continuidad de esta bitácora que desde febrero pasado no ha dejado pasar ni un día en blanco, ni por enfermedad ni por desidia, ni por resequedad de ingenio ni por prisas de viaje o de hospital, ni siquiera ante la embestida de piratas, y hoy, malhadado martes de fatídico signo, veo que van a dar las seis de la tarde y no hay una página fechada que rescate la hoja del calendario antes de que se desprenda y el viento se la lleve a hacer metáforas junto con las del otoño que los árboles ofrendan, y me digo: pues pase lo que pase, no dejaré chimuela mi continuidad en el medio: van estas precipitadas notas como constancia de que descreo de jetaturas y salaciones y pongo mi mano y mi corazón a trabajar: vamos, apúrense que se hace de noche y viene la hora de los aparecidos y las meigas, de las fatídicas desapariciones, la hora del terror imantado por el martes trece. Anden, no se detengan…

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