Dos al hospital

-Te levantaste, entonces, dices, al cuarto para las siete.
-Pero lo curioso es que apagué la luz pasada la una y me dormí enseguida, sin esos paseos previos por caminos indecisos, como me suele ocurrir si me adelanto- me dice mientras se come una gelatina de jamaica y mira, como queriendo ya quitárselo, el esparadrapo en el antebrazo que cubre la minúscula huella de la cánula con que acaban de succionarle sangre para llenar unos tubitos y hacer pruebas de calidad-. Me desperté pasadas las cuatro –continúa, pero me ve con desconfianza- y tuve miedo de que hasta allí llegara el impulso aunque lo siguiente que supe fue el despertador a las 6:45. ¡Ánimo, mi tosedor, a la ducha!, me dije entonces -dice-, y no digo que brinqué, porque ya casi no brinco, pero sí fui con resignación y diligencia y me bañé.
-¿Y no tenías un rencorcillo con la noche por haberte escatimado sueños?, porque no comentaste que hubiera habido algo notable -digo por ver si le saco algo ameno.
-¿Vieras que no? Hace tiempo que no escribo nada de lo que sueño porque todo desaparece en el acto de despertar.

Yo, que lo acompaño en el taxi aunque vaya solo y entro con él al Hospital de Día, veo con satisfacción que somos de los primeros cinco que pasarán a análisis, lo que quiere decir que nos citarán temprano a la consulta; veo también que me trata con un desinterés absoluto; por él, yo no existiría y ya se ve que no necesitaría mi estímulo para hablar y contar los pormenores. Es más, parece que mi presencia lo inhibe, lo hace sentirse un poco envarado. Sólo que quiero la oportunidad de ser un narrador que se cuela en donde no lo llaman con el único objeto de ampliar el equipo de trabajo, para que no esté siempre el pobre hablando en primera persona y pueda distraerse mientras otra voz sigue el relato. Puedo decir, por ejemplo, mientras él pajarea en cualquier otra cosa, que los que llegaron antes a la sala de espera estaban sentaditos con la luz apagada y éste llegó y la encendió al tiempo que saludaba con los buenos días y preguntaba quién daba la vez, que es el modo de indagar quién es el último. Se sentó, abrió su libro y con su tosesita constante se aisló en la lectura. Está emocionadísimo leyendo unos cuentos de Roal Dahl, llenos de humor negro, de ingenio y de soluciones inesperadas.

Al rato me le volveré a pegar como lapa para regresar a la radiografía, a la consulta y al enchufe de la vía para la primera aplicación de la quimio de una serie de tres días que hoy comienzan. Ya sé que no se queja, que se lo toma con cierto aire deportivo, que le gusta ser el muchacho simpático del grupo de los enagujados que suelen estar mirando al vacío o dormitando en lugar de aprovechar el rato y ponerse a leer. Casi nadie lee, aunque luego vienen los voluntarios del hospital y ofrecen revistas del corazón para que los enfermitos se entretengan mirándole el botox a la duquesa de no sé cuántos.

Yo hago un desplazamiento rápido y me voy a casa a participar del desayuno con mangos de manila; si es que me tocan, porque los narradores como yo solemos ser inexistentes.

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