Página sacada de la manga

¡Híjole!, otro de esos días en los que la página no sabe lo que quiere que le escriba. Ándale, le digo, díctame, dime por dónde quieres que me vaya, qué te apetece; pero se me queda viendo con sus ojotes blancos y no dice nada, me transmite una desoladora experiencia de vacío en el que ambos nos tiramos. Caer, sería la palabra cercana a la sensación que me produce, caer de un vuelo que no es grato aunque tampoco digo que me asuste, sé que abajo, o antes, mucho antes, en el camino, me puedo asir de cualquier saliente y hacer allí el campamento desde el que lanzar a la superficie algún comunicado. Pero es bonito cuando ves la hoja blanca y te das cuenta de que antes de que tenga una sola letra escrita ya lleva por dentro la conversación contigo, el juego, las cábalas. La disposición, pues, que se le agradece.

Ese niño, por ejemplo –y afoca nuestro personaje un lente inesperado que se saca de un bolsillito secreto del chaleco-, con pantalones cortos, las piernas gruesas y peludas, de piel morena, que está rodeado de un corrillo en el enorme patio de la escuela el primer día de clases, les está contando una película y yo lo alcanzo a oír, se trata de un programa que está en cartelera y creo que ya vi, Trípoli, no más que él dice Tripoli, quitándole el acento –ahora sé que su intuición etimológica no andaba nada lejos pero a los seis años me pareció imperdonable que no tuviera oído: Trííípoli, lo corregí; me miró de buen modo, enmendó y siguió adelante sin incomodarse con mi intervención. Estuvimos tres años en el mismo grupo y nos sentábamos juntos, jugábamos juntos y hablábamos mucho; como era más fuerte y atrevido que yo siempre me defendió de las broncas de niños y de los retos para probar nuestras bravuras, nos íbamos juntos a la salida, aunque él vivía dos cuadras antes y fuimos poniendo los riesgos, los rincones, las palmas de la mano oportunas para hacernos los mejores amigos. Mi amigo Arturo Ramírez se mudó a otro barrio y casi nos perdimos de vista porque los dos últimos años de la primaria ya no los compartimos.

Muchos años después –sigue rememorando el que acampó en una saliente del vacío- desde un programa exitoso de televisión que conducía, lo evoqué, pedí que si alguien sabía de él le avisara que lo buscaba y quería verlo. Claro, reapareció, nos vimos con cariño y dificultad, con confianza y con aspereza, ya cada quien llevaba su vida adulta con sus buenas y sus malas y acudir a la niñez es uno de los mayores y más difíciles compromisos que puede haber entre dos señores que se encuentran y se ponen a buscar lo que tienen en común. No sé cómo sea entre mujer e infancia pero hombre y niño es una pésima fórmula para relacionarse con otro. Los hábitos, la idea del más allá, la política, el dinero, el éxito, los deseos no realizados, todo se interpone como si se estuviera ante un enemigo al que uno no tiene la intención de hacer ningún daño pero tampoco está dispuesto a recibirlo allí, en la parte más frágil, en la que como no aprendimos a hacerlo no sabemos cómo defender. Y la volvemos impenetrable. Hace muchísimos años que no sé de él; no sé si viva o muera, como yo.

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