Hace rato, pasadas las cinco de la mañana, me habló por teléfono mi hermana Marta desde México para darme una noticia terrible: se murió mi hija Cecilia. De repente. Tres días antes de cumplir cuarenta años se acabó de pronto. Como si hubiera tenido un plazo prefijado. Al rato me llamaron mis otros tres hijos, juntos, para oírme y para que los oyera; iban a hacerle la última visita a su hermana. Estoy atontado, no sé cómo acomodar lo que siento. No encuentro palabras que me sirvan. Estoy bajo el efecto de un mazazo. Todavía no sé diagnóstico ni causas. Se desmayó, me dijo Marta, fueron a buscar una ambulancia y ya estaba muerta. Estoy preocupado por el dolor de Elsa, su madre. Estoy preocupado por mi dolor, también. Milagros y yo hemos estado este rato hablando de ella, evocándola, recordando palabras, cosas. Supongo que seguirá sonando el teléfono.