Nuestro amigo el filósofo español Miguel Marinas, hombre de gran simpatía e ingenio, dotado con ese privilegio de la memoria que ocurre a algunos hispanoahablantes, no importa en qué país hayan nacido y habiten, de saberse todas las canciones rancheras que México aportó al mundo como si fueran las nanas con las que fueron arrullados y cantarlas con una voz aérea que traspasa los más finos cristales y los hace vibrar de contento, nos trajo una vez de regalo esa extraña cabalgadura de fierro pintado que Milagros retrató ayer para participar de mi no menos extraño sueño; de patas largas como un camello tiene unos cuernos retorcidos de carnero y una curiosa disposición para llevar a sus jinetes, más en postura de meditación o de observación a punto del aplauso entusiasmado que de desplazamiento, con quienes, desde el primer momento en que entró a casa la pieza, nos hemos identificado, a saber por qué, Milagros y yo. Ni siquiera sé si lo hemos dicho de manera explícita pero estoy seguro de que es así. Tampoco sé si Miguel vio esa característica y tuvo ese tino o encontró alguna otra motivación para regalárnoslo.
El caso es que este, llamémosle caballo, comparte el campo ecuestre con aquel, del que quizás alguna vez hablé ya, que talló en un trozo de madera mi hijo Juan en la escuela secundaria, y me lo trajo de regalo porque se lo pedí; yo vi en la talla un caballo pero creo que la figura tenía otras intenciones y Juan, generoso, me concedió el privilegio de que fuera lo que yo decía. No importa, pasta en las dehesas de la casa y se comporta en todo como un equino de pura cepa, al lado del que llamo antiguo porque no tengo manera de fechar su origen y que compré en el Rastro de Madrid, regateando con un anticuario que tampoco tenía idea de lo que me vendía: un caballo tallado en piedra, más pesado que una persona gruesa, cuyo cuerpo contiene un hueco en el que acomodamos alguna planta de las que hacen el ambiente ligero de la casa, con un exterior labrado que simula el dibujo de pantaloncillos cortos de gajos aun con el color rojo deslavado que denota mucho tiempo del caballo a la intemperie. Y creo que con eso acaba nuestro ganado caballar.
Y yo me habré montado sobre lomos de caballo unas tres o cuatro veces en mi vida, la primera, de adolescente, en los caballitos de alquiler de La Marquesa, en las afueras de la ciudad de México y la última hará veinte años, creo que por algún lugar de Veracruz y con grave ampulación de la región del coxis (mía, no del caballo) porque duró mucho rato la experiencia. Ah, y otra, hace cerca de treinta años, en San Miguel Regla, un hermoso paseo a caballo por el bosque, del que regresé con un ataque de urticaria tan severo como el que narré el año pasado a causa de la gencitavina. De modo que no se puede decir que mi trato con caballos sea tan cercano como para andar usándolos de materia simbólica en mis sueños. Pero bueno, sabemos todos que el sueño se vale de los lenguajes más enigmáticos posible para mandarnos sus enrevesados mensajes.