Mi memoria es una chamaca atolondrada que corretea por la plaza buscando el oído de los paseantes para contarles mentiras; sabe que son patrañas pero se ríe y se alegra de contarlas y cuando le piden que jure que es verdad lo que narra –eso sucede las pocas veces que logra interesar a los interlocutores con sus trapacerías- se levanta el vestido carcajeándose, enseña los calzones y se echa a correr al otro lado de la plaza en donde los corrillos de siempre, que la conocen, saben que se está escapando de la maraña de sus propios inventos. Siempre que quiero recordar algo me enfrento con esta realidad pizpireta y no me queda más remedio que asumirla. Hubiera hecho cuadernos de diario en los que anotara claves para enhebrar los recuerdos, como tantos hacen –tuviera materiales sólidos para construir-, pero sólo hice pinceladas al aire en mis poemas que, como yo, no se acuerdan de nada. Y la cosa viene a cuento porque ahora mientras me bañaba estaba tratando de recordar las ocasiones en que me he dejado crecer la barba. Tres, según yo.
Una fue cuando Pablo Aura estaba bien chiquito; hasta me acuerdo que cuando decidí rasurarme lo hice delante de él para que fuera viendo la transformación y no me desconociera al verme sin los pelos de la cara; me imaginaba el terror de perder la imagen de su papá y encontrarse con una réplica más o menos parecida pero adulterada. Chas, recuerdo las tijeras y mis dedos cogiendo el mechoncito, chas, chas. Bien atento que estaba mijito viéndome operar frente al espejo. O sea que eso debió ocurrir hace poco menos de treinta años, y quiero unir el recuerdo con algún entorno pero no me sale; no sé qué obra de teatro pudo justificar la caracterización de mí con barbas. Tal vez haya sido El tío Vania; habrá que preguntárselo a Arturo Beristain que tiene la cualidad de acordarse de todo. Otra fue hace como quince, o algo así, cuando puse Los empeños de una casa, de Sor Juana, y me asigné el papel del papá de Leonor; cuadraba bien la barba al personaje. De esta etapa barbada se acuerda bien Juan Aura, según me dijo el otro día, porque ya andaba en los seis o siete.
Y la más inesperada de las tres, la actual, que vino motivada por el riesgo de masacre al afeitarme. Me dieron un medicamento nuevo que me provocó, como ya conté, un acné epopéyico de proporciones homéricas, y no me quedó más remedio que omitir rasuradora y rastrillo y dejar que la escasa capilaridad de mi cara creciendo silvestre ayudara a disimular el granulento aparato que afloró a la superficie con grosero descaro. Más rala que antaño ha cumplido la pobre con lo que de ella esperaba. Por fortuna ya mengua el mal y ya veo que puedo deshollinar de pelos mi rostro. Volveré a tener mejillas afeitadas y desaparecerán estas púas que tanto me pican y estorban. Pero me queda una imagen que no logro acomodar en el momento que le corresponde: es un hijo mío, bebé de pocos meses en su cuna cogiéndose con ambas manos de mis barbas para incorporarse. Anda, memoria ingrata, aplícate: pues por lógica y a fuerza, debió ser Pablo. Entonces, según parece, llevé pelos en la cara dos o o tres años, qué bárbaro. Y qué inconsciente.