Cena de Navidad

¿Se espera de mí acaso que cuente cómo y en qué orden disfrutamos anoche lo que entre todos pudimos aportarnos a la cena? ¿O sería mejor hablar de cosas menos alimenticias y enfilarnos a los temas de la charla que adobaron el encuentro? No: fue todo deshilado y casual; no alcanzó, según me acuerdo, profundidades atractivas, así que vayamos por el principio. Cuando yo no lo esperaba, Juan, mi hijo, me anunció que haría una ensalada César, si teníamos todos los ingredientes. Todos, dije, y unas lechugas orejonas bien bonitas que parecen estar diciendo úsennos, miren qué verdes y duritas estás nuestras hojas. No repito la receta porque la di hace muy poco, y como es mi hijo, la hace con la misma rutina y signo. Le quedó de rechupete. Y ya embalado el muchacho, sacó unas lonchas de salmón ahumado a las que puso aceite, cebolla muy delgada, alcaparras y no sé qué fantasías de vinagreta (porque me distraje) que el poquito que nos tocó a cada uno servía de ejemplo de aquello que antes se decía de lamer los platos.

Teníamos congelados unos langostinos grandes que saqué desde temprano y a tiempo los dispusimos para la cazuela: los pelé sin decapitarlos para que quien lo quisiera hacer pudiera chuparles las cabezas; les quité el esqueleto externo hasta dejarlos como en patitas de bailarina y el hilo de la digestión luego de hacerles un corte en el torcido lomo a cada uno, y los dejé macerar un par de horas en limón y ajo y a la hora de la hora los freí a fuego medio con aceite de oliva y perejil y los llevé a la mesa con su vinagreta que tenía jugo de naranja, mirín, vinagre blanco de Módena, sal y almendras molidas. Eran pocos y volaron, porque como hubo otros platillos no era cosa de que alguno abusara de su presencia, así que pudimos quedarnos con las ganas de otro cada quien. Y luego vino el bacalao de María Cortina que tuvo la dicha de quedar perfecto, cuya receta no doy porque no es de mi propiedad, pero pronto lo haré yo mismo y entonces dejaré constancia. De ese bacalao quedó suficiente para hacer hoy las tortas rituales que amerita el guiso.

Y todavía alcanzó a venir a la mesa con buen signo un pedazo de pierna de puerco que metí al horno de 180º durante un par de horas, previamente marinado con vinagre de manzana, jugo de naranja, sal y pimienta y orégano y un buen chorro de vino blanco. La primera hora y media estuvo envueltito en papel de aluminio y la última media, ya con las sábanas al viento, lo dejamos a dorar y a que se consumieran los jugos. Tuve miedo de que la carne se hubiera resecado pero qué va, estaba como una fruta, de modo que pudimos comer cada uno alguna rebanada que también presagiaba la torta de hoy o de mañana, porque aunque no era muy grande el trozo, estaba previsto que alcanzara para las tornas. Y por último nos comimos un flan casero que nos dejó hecho Nancy y los rituales turrones y mazapanes. Mi sobrino Simón trajo un buen vino que se sumó a otros que había en la casa y ayudó solícito a meserear, Tencha ponía los ojitos en blanco y suspiraba, y Paz, la amiga de Juan, tuvo charla sabrosa y ocurrente. Tal fue la cena ceremonial de Navidad que disfrutamos. Ojalá que haya sido tan buena en las casas de los demás.

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