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Hemisferio sur

HEMISFERIO SUR

En el hemisferio sur abro una botella de vino
más rojo que el color al que dimos ese nombre
y a grandes tragos me bebo la memoria.
El juego es el mismo: lo que se sabe,
y un poco más: el secreto.

Soy puro, casto, nuevo de nuevo,
ligerito y vacío;
puedo contar en tierra
cualquier cantidad de estrellas
e hilar estupideces
hasta hacer una mullida y luminosa alfombra
más gorda que las más gordas que haya
en la que a cada paso me hunda hasta el principio.

La tierra es buena. Tampoco la helada sombra
acabará con nosotros,
la grasosa y sucia sombra;
que abunda el fuego
y por alguna parte anda el aire
preparando acontecimientos increíbles,
como del huevo prodigioso
el embrión retrocede a la vida.

Pero aún así sorprender la grandeza es poco,
ni imaginar siquiera que una transfusión de almas sea posible.
Tampoco me salvará la manera en que el niño camina y habla
y me obliga a sacar palomas de la manga,
dulces de las palabras, globos henchidos
de todo lo que yo hubiera querido ser
con esta misma efigie tirada por la borda
mucho antes de que mi corazón fuera buzo
y pudiera lanzarse a rescatarme la voluntad.
No; el prestidigitador conoce el truco
y sus mañas son eternas, por lo menos
mientras la buena tierra dure.

Mas un lago, un grandísimo lago
tampoco sería suficiente para esta sed infinita.
Una sola gota de algo que no sabemos
quizás me saciaría; comenzaré a ser feliz entonces,
tendré una calidad inmejorable,
seré conocido por mi bondad, ¿por qué no?,
improvisaré universos de sobremesa
y los comensales podrán hartarse de alegría.

Por todas partes vi perdida la risa;
el miedo como una hiena mordisqueaba
el antiguo claro espíritu del mundo.
La tierra es buena.
Yo lo gritaba por todas partes como un loco
mientras los jóvenes me apedreaban.

Inocentes flores que bailotean al viento,
ríos que menos frío tienen entre más rajan la tierra,
cactos más húmedos cuanto menos beben,
pastos que ni siquiera saben que han nacido,
padres árboles, ¿qué cosa me autoriza
a violar la mágica naturaleza?
Si fuera verdad que lo que somos vale
y que por esta mugre debemos estar agradecidos.

Caigan en la cuenta los que adulan al día:
muy poco somos lo que pretendemos ser.
¿Por qué el alacrán, la araña, la nauyaca
tienen derecho;
por qué la libélula, la mariposa, el papagayo?
A la basura el sueño.
Una potentísima respuesta ronda la tierra,
una respuesta con cuerpo y con fulgor.

Soy inocente, lo declaro a las cuatro paredes.
Y el vino es también eterno, por lo menos
mientras la buena tierra dure.

Aquí estoy, yo soy mi propio juego
y en la intensidad de las horas nocturnas
apenas si sería cierto que amo a alguien.
No; una helada razón me tiene preso,
un mal avenido tormento me sustrae de la dicha.
Cómo pensar que la fortuna
alcance a ser un bien común. Inaudito.
No hay una sola flecha que lo indique.
El ingenuo amador de otras estancias
ya sólo es necesidad, grito pelado,
mala furia, inmenso desconsuelo;
no hay una sola clave que nos saque
del sueño perjuro de la esperanza.

Malditas horas y malditos días
llenos del sucio tinte de las buenas costumbres.
Queriendo tocar la parte íntima del día
en un segundo pierdo todo lo que los años
habrían querido guardar para la vejez.
Mala y artera razón, podrido estilo,
juguetito infeliz que chilla como si cantara.
En la rigidez con que me odio
no hay hule que se estire tanto
como la imaginación.

Para llegar al hemisferio sur
tuve que romper todas las tablas;
clavos hirientes salían como cabellos malditos
de las esquinas del deseo,
de la insana voluntad de andar.
En particular los asuntos domésticos
se erizaron por adentro,
el cojincito alfiletero de los días muy hechos.
Todo lo tuve que empezar de nuevo
hasta que me salió sangre de las manos.

Sólo una flauta en ellas tuve,
una flauta callada, solitaria, flaca.
Y un juego constante de palabras
que daba la impresión de que me amaba.

De qué estirpe soy que mi padre no me reconocería,
quién me engendró tan poca cosa.
Oh miseria del alma,
ojos sin sangre,
virilidad escasa.

He de saber un día por qué maniobra
me quedé en la puerta esperando a que me abrieran
en lugar de tirarla a empujones, a patadas, a mentadas de madre.
Mi raza, si supiera, me haría empalar para escarmiento de palomos.

Con las venas vacías,
con las manos de muerto.
Mala mañana,
sol siniestro,
poca cosa,
muy poca cosa.

Las horas de frío, con todo y su cruda intensidad
se acaban pronto,
pronto dejan que los estragos que hicieron
se restañen,
que las hojas quemadas (ah, quemadas) de los árboles
retoñen
y en su presente verde y bullicioso
juren que no ha pasado nada.

¡Juren que no ha pasado nada, hipócritas!

El enorme sur calienta su escasa profundidad
tendido como una amante joven
que ha mentido a sus padres
para venir a la cama del amado,
y el azulísimo azul, más extenso que las palabras,
se eterniza.

Haber vivido no significa nada,
nadie esperaba por nosotros
y aunque imaginamos ansiedad por encontrarnos
sabemos bien que sólo hemos leído que nos buscamos.

En esto el calor es ejemplar,
y las horas frías, realidad de un antes
que no podemos reducir al hábito anecdótico
de nuestros afectos modernos.

Que salga el sol, qué diantre;
que volvamos a sentirnos flores perfumadas,
airecillos calientes
rondando las orejas de las diosas,
riachuelos tibios que les lamen los pies,
que les empujan pececillos voraces en las entrepiernas;
que volvamos a sentirnos por un segundo más
picante miel, empalagoso almíbar
o redomados cabrones que montan peñas
que parirán sabrosos manantiales.

Qué carajo, que nos guste la vida;
si para ello quienes nos precedieron
libaron y cantaron y danzaron
y entendieron las cosa de la tierra,
cómo son de mortales,
qué poco duran,
qué huella menos personal se va quedando
a pesar de la blasfemia,
a costa de la soberbia,
mal que le pese al sueño
de los que sueñan que la vida
es el fruto de un sueño superior,
extranjero, omnipotente.

Que gritemos sudorosos que sí,
que estábamos conscientes,
que ya sabíamos lo que nos esperaba,
que no nos sorprenderá la muerte
con su enamoramiento repentino
porque en el origen helado
hicimos el pacto de olvidar,
mientras hubiera calor en nuestras venas,
lo que somos
y recordar, sin ton ni son, lo que quisimos ser,
lo que quisimos.

En mi estrecho tórax
estoy sintiendo
mis maravillosos órganos moverse;
me duele un poco todo
con agradable dolor humano;
blando y duro se acomodan en buena arquitectura
a un bailecillo continuo y jubiloso.
Siento el color, la pulpa, las mucosas;
por adentro he de oler a cosmos.

Animal,
animal carnoso,
animal.
Qué sabrosa morbidez, qué goce.
Y oigo; me oigo.
Ah delicia, deleite, regocijo,
recobrado placer,
placer en mi lugar, sereno y quieto;
regalo que me doy.

Mas la belleza, la suprema belleza
ante la cual el casto se desmaya
como alguien que ha vendido su sangre,
¿será en verdad la salvación
como pregonan los mercenarios?

¿No será más bien que el sol es demasiado fantasioso
e inventa cosas que nosotros no podemos ver
impunemente?
Porque si no, ¿cómo explicar que la belleza fracase,
que en las horas de frío
se arrugue el pellejo de la hermosura
y grandes bolsas de piel grasosa
hundan lo que pareció brillar con tanto brillo?

Nada; el padre frío, criminal, que nos devora
es también un mordaz ilusionista
que empuja y empuja a sus becerros,
a sus becerros balantes e inocentes,
al corral donde medita
y practica
y juega
y coquetea cuando muere
y más tarde o más temprano
resucita.

La ilusión en los demás queda afincada
pero el prestidigitador conoce el truco.
Apenas terminada la función se reduce a su cuarto,
a su pieza de hotel pintada en vinílica verde,
panda la cama,
las sábanas rotas, percudidas,
la lámpara llena de mosquitos muertos,
y desde allí comienza de nuevo
ante el espejo
a torcer la cuerda de la risa.

¡Locura, locura!, grita
un monaguillo en mi alma.
¡La locura!

El sol, el aire, el mar,
la poderosa tierra
nombro.

La comunión comienza:
me reparto mi pan,
mi vino rojo del sur;
mis dedos limpios entran a mi boca;
comienzo a engordar como un sapo feliz;
el necio humo nuestro me sahuma.

Un largo, larguísimo grito
como la más baja y perenne nota
de un órgano eléctrico
se instala para siempre
entre el mundo y mi garganta.

El monaguillo me empuja,
toma radiante mi lugar.

¡Locura, locura,
la locura!
¡Sí: la carcajada!

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