El Faro de Hércules

Ayer todos los cíclopes de España, erguidos frente al mar, como acostumbran, emitieron sus melopeas dirigidas al líquido horizonte y con su ojo unitario enviaron una mirada cálida a los seres marítimos pidiendo su amistad e invitándolos a un gesto colectivo de solidaridad. Este Polifemo está ya regenerado, dicen.

-La historia de cuando atacaba navegantes fue una calumnia -clama él mismo-. Resulta que un poeta (ciego, por más señas) me incriminó en el ataque a Ulises, pero en realidad lo hizo de buena fe y los siglos (y los lectores) le han malinterpretado su metáfora: lo hacía para alertar a los marineros sobre los riesgos de la profesión, no para desprestigiar a gente como uno. Yo he estado siempre, ¡milenios, coño!, al servicio de la grey de mar.

Está bien que los satélites hoy vigilan y ayudan mandando señales que las computadoras decodifican en centésimas de segundo y así se orientan y definen sus rutas, pero eso no le va a quitar mérito al hecho de ser el faro más antiguo del mundo en funciones, digo desde el fondo de mis reflexiones. Ya para cuando los romanos lo levantaron la historia de Hércules era antigualla deleitosa y ejemplar; se sabía que dando vuelta a la tierra hacia el más allá, hacia finis terrae, sólo quedaba non plus ultra si se habían traspasado las columnas que marcaban el término del Mediterráneo, Gibraltar y Ceuta, donde Hércules pidió prestada la copa al sol para seguir navegando.

Por allí debió tener su salida al mar la Ruta de la Plata, esa carretera romana que todavía se puede recorrer en tantas partes y que, como su nombre indica, servía para llevarse a Roma los brillitos de adentro de la tierra, que siempre han atraído tanto a los poderosos, y para llevar y traer gente con su compleja y deliciosa humanidad. Y a la luna en las noches, con su carita de luz.

Es el mismo faro que en Galicia debió guiar la balsa de piedra que trajo navegando desde Palestina el sarcófago del apostol Santiago que luego se quedó a vivir –es un modo de decirlo, claro- en Compostela. De modo que sus méritos, aparte de los señalados, son incontables: fuego y un espejo para avisarles por la noche a los marineros que ahí hay tierra, que ahí se acaba la pista para seguir sin riesgo o por el contrario, que ahí se pueden proteger de borrascas y vendavales. Se ha pasado dos milenios cantando las diferencias entre la tierra y el mar, sin moverse de ahí.

Y ayer, otros ciento y tantos faros de toda esta tierra –y este blog-, se encendieron y pusieron a cantar a sus sirenas para avisarle a la UNESCO que están de acuerdo en que el Faro de Hércules, de A Coruña, edificado en el Siglo II de nuestra era por el pueblo ibérico acogido al mundo cultural romano, sea declarado Patrimonio de la Humanidad, no vaya a ser que cualquier día de estos un Concejal de Urbanismo del Ayuntamiento decida recalificar el suelo y alguna inmobiliaria emprendedora tire el vejestorio y se ponga a construir un precioso desarrollo turístico con vista al mar.

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