Sin apetito

Estoy sin ganas de nada. Desayuné un tazón grande de fruta picada y me lo comí con mucho gusto pero ahorita que me dijo Milagros que qué voy a querer para la comida, me quedé sin respuesta. Nada. No tengo ganas de nada. Apetito no tengo, claro, casi acabo de desayunar, pero deseo, ese animalito que se asoma siempre que hay oportunidad y mirando para todos lados escoge entre lo que se ve y lo que está oculto porque tiene una mirada más penetrante que la memoria, tampoco me da respuesta. ¡Caramba!, siempre hay algo formado en la cola del deseo, posposiciones, despropósitos, vergüenzas incluso, pero ahora no. La voluntad está seca y no lubrica el tubo por donde se asoma el deseo. Claro que me salen muchas palabras asociadas con cosas de comer que me gustan, que normalmente me provocan esa pequeña lujuria que desenvuelve toda su perversidad novelesca en la boca; pero hoy no. Las palabras me surgen, las imágenes, los cortes de carne, los mariscos, las verduras, las legumbres, y todo lo que evoco me resulta atractivo, pero no salen las antenas del deseo a estimular una decisión cualquiera.

Cuántas veces, sin hambre, uno diseña lo que va a querer comer más tarde y conforme se acerca la hora va produciendo esas gotitas ácidas que disuelven la espera; cuando llegan al bocado lo aderezan con la convicción de que se está comiendo lo mejor del mundo. Los incontables antojitos de la cocina mexicana que ya puedo pedirle a Milagros sin miedo de que no me entienda a qué me refiero y hasta de que le queden ajenos al gusto ortodoxo, tampoco son hoy el cuero del tambor que pudiera vibrar para entusiasmarme. ¡Válganme las ánimas del Purgatorio!, me he quedado sin apetito y sin deseo. Eso debe ser antesala de la muerte. Cuando ya la voluntad alza las patitas y se queda quieta esperando a que le acaricien la panza sin la excitación nerviosa que la tiene siempre en vilo. En ese estado en el que ya te da lo mismo la aseveración de este Papa que la del anterior: no hay Infierno, decía Wojtyla; el Infierno no es un lugar sino un estado de nuestra conciencia; no, cómo chingaos no, acaba de decir Ratzinger, me canso que hay Infierno, con llamas y castigos, como el de antes. A veces cierran las criptas y catacumbas secretas del Vaticano para que Papas vivos y muertos se trencen con inusitada violencia en discusiones tan trascendentes como esta. Es lo que mantiene viva la religión.

Pero la cosa es que yo sigo sin querer nada especial para la comida de hoy. Milagros no ha regresado del mercado; todavía falta el secreto estímulo de su intuición. Pero lo que me estoy sospechando, sobre todas las cosas, es que ya sin un mezcal o sin un tequila, sin un ron o un coñac, sin el pórtico sangrante del vino, todo ha perdido encanto, todo es paja y borra de relleno. ¿Qué voluntad, qué apetito, qué despliegue volitivo puede salirse del puro reino animal y entrar en la fantasía si están sustituidas en la dieta esas armas poderosas de guerrero vital por agüita de limón o de jamaica? El consuelo que me queda es que en dos o tres días, cuando haya pasado el efecto de la quimio, puedo volver a intentarlo como el alquimista que regresa una y otra vez a su laboratorio seguro de que encontrará algún día la piedra filosofal que lo convierta todo en oro.

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