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Ronda de amor

RONDA DE AMOR
A Paula de Allende

El colibrí

El colibrí que vuela en la huerta de mi amiga,
como sobreviviente de la belleza, va a morir.
Pero alguien se para frente al árbol padre y
aprieta el click que dejará vivos sus ojos.

El colibrí ni gana ni pierde; se detiene por
fin en la quietud de la copa, maravillado de sí mismo; cierra los ojos y se pone a soñar que recomienza.

El secreto

Hablemos bajo, como el que quiere preservar
algún misterio que juega entre los labios y el
caracol de la oreja.

Que lo que se diga regrese a la garganta
congestionada del que se atreva a hablar.

Un país que no inventó el amor en el momento
preciso, ¿qué bondad puede dar, qué generosidad?

Si el profeta lo dice el alba cae sobre él y
lo separa.

Tierra doblada en partes, tierra escondidiza,
lugar de puros ecos.

(¿Qué ha de decir uno, si entre su nombre y
su destino crece nada más que esta flor,
siempre, siempre a punto?)

Si la patria suavizada, tela de seda blanca
que hubiera de envolver al sol en su
descenso, cada vez que se hace verbo cae
más abajo, ¿para qué seguir sacando peces de
este río?

Hablemos bajo, hablemos horizontalmente,
hablemos como si sembráramos.

La virgen

El poeta escruta la telilla de la virgen,
tiembla, sabe tocarla y retirarse, tiembla,
se sabe hundir retrocediendo porque obedece
al clarín que le sangra los oídos.

El poeta abarca la cintura de la virgen con
una sola mano, y brama, y la otra la levanta
con el puño cerrado.

El poeta acaricia el pezón inmaculado –ay
poeta– y revienta su lascivia en cantos
celestiales.

Resonad, resonad bóvedas; que el más tímido
murmullo se reproduzca en la gran nave hasta
que el poeta ensordezca, hasta que aúlle como
los animales aúllan sin comprender. Que
aúlle hasta el infinito y sus ternezas se
desprendan con dolor de su alma y caigan
como gotas de licor dulce en el corazón
de los que aún esperamos el milagro.

La capitulación

Lo que nos mata no nos esclaviza, otra
cosa es lo que retiene nuestra libertad.

Por eso vámonos dejando arrastrar. Nosotros
no somos los mejores. Capitulemos. La
sangre está nada más para impulsar el
arranque del amor.

¿Quién metería la mano al fuego en contra
de esta pesadilla?

Dejemos dicho que los que tengan alcance
celestial no huyan, que se peguen a la
tierra como a la boca de una amada
insaciable.

Por eso vámonos dejando. Entreguémonos.

El cuerpo

Porque la última belleza, la belleza mayor
–así me muera yo de no serlo– está en el
cuerpo, donde el milagro que nos salva no
tiene el color y la textura de nuestra
imaginación.

El maestro

Ahora doblo la página en ocho partes y en
cada una de ellas pongo alternado su
nombre y el mío.

Se ve bien. Mi pulso anda tranquilo y la
piel de la palma de mi mano se vigoriza.

El maestro me dice que aunque, que la
patria no es esta mezquindad que
acostumbramos; que me asome más hondo.

El que cae de la palabra que usa, cae para
siempre; que me cuide.

Bajo su sombra, ya solo y sin libertad,
oigo pasar caravanas de camellos por mis
venas; ellos llevan la sal, la sorda envidia,
la canalla inclinación a la tristeza.

El sol les unta de manteca el pelo de las
gibas y les apesadumbra el paso. Ellos, con
su felicidad absurda, continúan.

Doblo la página en más partes y recomienzo
con antigua y mordaz caligrafía.

El colibrí

El colibrí oye de cerca el viento. Mientras
hay día hay colibrí. Y a pesar de la
imaginería constante de la naturaleza, a
los ojos del colibrí sólo importan las
flores.

Y canta. Y canta. Porque no tiene redes
con qué apresar la memoria.

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