Qué ganas de hacer carnitas, piensa nuestro hombre en Madrid. Allí está el gran cazo de cobre michoacano de Santa María esperando con su brillo rojizo en un vistoso rincón la llamada mínima para acoger diez o doce kilos de carne y otros tantos de manteca para procesar con alma complaciente ese guiso que a su mexicano se le antoja. Es tan buena la carne de puerco en España que con razón las carnitas que se hacen en esta casa han adquirido fama de ser superiores a las de origen. Pero cuidado, no nos dejemos engañar por este encantador de serpientes cuya labia es más hábil que las de los vendedores de alfombras, mágicas o no.
Quizás no se le antojan carnitas por las carnitas mismas –aunque su evocación le traiga a la memoria olor, consistencia, aromas de la cebolla y el cilantro y picores de la salsa como algo irresistible-, sino lo que ello implica: que vendrán a la casa veinte o treinta amigos, que habrá excitación y alboroto, que se refrendarán palabras, sonrisas, acercamientos, guiños, compromisos tácitos. Que la vida parecerá estar plenamente viva.
Quien quiera la receta, búsquela en este diario el 7 de julio pasado con el nombre de Carnitas, ñam, ñam, ñam.
No tengo otra cosa que hacer más que observarlo, claro, de modo que haría muy mal si no pudiera meter el punzón para traspasar las cáscaras que lo envuelven. No es de hormigón, ya lo sabemos, no es de concreto armado. Tiene, por el contrario, una piel ansiosa de ósmosis con los demás. Le percibo la ambigüedad casi con malicia femenina, sé que se le antojan los famosos tacos -que, esta semana, en todo caso, no puede comer, hasta que se le pasen los efectos de la quimio, porque también podría hacer un poquito para consumo interno-, pero también sé que se las pela por volver a ese estado de normalidad que le permita departir, beberse unos mezcales, cantar cuando canten los demás y soltar la tensión que le impide esa espontaneidad en la que a veces resulta tan ocurrente y oportuno. Creo que está empezando a estar harto. Ya les contaré.
