Vestuario de poeta

En otras páginas he escrito acerca de la emoción profunda que procura el trance de la creación, que es común a varias actividades –así lo he experimentado, venturosamente- que tienen que ver con el arte -la inutilidad y la belleza- y me han ocurrido tanto al escribir como en la práctica de las artes escénicas, al actuar o al dirigir, y ocasionalmente, aunque de manera totalmente casual, al bailar. Apurando mucho la experiencia diría que algo semejante me ha sucedido cocinando pero no quiero forzar la plática. Y no digamos quedarme en ese lugar común de salirse del tiempo, de estar como en un limbo mientras las capacidades que se ponen en marcha para la creación de un poema andan escogiendo palabras, evitando ripios y repeticiones no voluntarias, papando moscas retóricas o armando arquitecturas, y de repente, como si se hundieran en ciertas profundidades acuáticas, bajan a coger una palabra o un conjunto de palabras que no estaban previstas pero que aparecen brillando en la profundidad y son la cosa que le da sentido a la creación, al margen del concepto, la lógica y el automatismo del pensamiento, tan condicionado siempre por el entorno. Algo así -trato de decirlo de la manera más sencilla y breve posible para no enredarme en páginas de explicaciones-, que provoca, cuando la joya encontrada se puede acomodar en la pieza de orfebre –manualidad- que estamos armando, una emoción que puede sacarlo a uno, aunque sea por un instante, de su flaca y cotidiana condición profesional y ponerlo ante los ojos propios como un ente divino.

Pues a esta emoción me refiero. Yo diría que es colosal. No sé cómo lo vivan otros constructores de naderías pero para mí justifican de sobra todo lo que pueda decirse de la vida. Si logro retomar en la memoria sensorial alguno de estos instantes –porque calca, copia al carbón es lo más que la memoria admite-, puedo decir que doy por más que bueno haber vivido. Hace muchos años que no hago teatro por razones que pueden ser explicadas con argumentos que la razón deshace con la mano en la cintura, pero así es. Ahí, la abundancia de ocasiones en que la inspiración se me ha manifestado es pródiga. No obstante, el territorio de la creación me sigue estando abierto. Escribo todos los días esta página, y algunos -secretamente se los digo- han sido para mí oportunidades de delicia. Pero al margen del blog, otra cosa me alumbra que quiero compartir con quien me lea: la condición juguetona de poeta.

¿Soy mejor poeta o peor poeta? Me gustaría ser mejor pero no me importa, no tengo hoy trazas de enfangarme en eso. Lo que quiero es seguirlo disfrutando y mantener las circunstancias que me permiten ejercer sin violencias el oficio. Todas están más o menos resueltas, salvo una: no tengo el vestuario apropiado de poeta. Me concentro a veces hasta olvidarme de que han pasado varias horas y yo estoy en una misma línea oyendo los ecos interminables que proyectan una palabra y otra cuando se rozan -a veces hasta llegar a confundirse con la música de los astros- y siento la necesidad de pasear, de moverme un poco. Me desplazo entonces por el pasillo de la casa y me veo en un espejo de cuerpo entero. Eso; ahí está la observación inesperada: no tengo vestuario de poeta. Me falta un camisón holgado y vaporoso, un gorro cónico que tire a un lado la punta, un gazné blanco de la más fina seda que me acaricie el cuello, un bata de poeta para cuando hace frío. Porque todo lo demás son emociones que no se pueden explicar tan fácilmente.

Entradas creadas 980

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entradas relacionadas

Comienza escribiendo tu búsqueda y pulsa enter para buscar. Presiona ESC para cancelar.

Volver arriba