Normales o lo que llamamos anormales, te juro que nada me espanta ni me asombra, sé lo incontenibles que son los impulsos sexuales; no me refiero sólo a lo difícil que pueda resultar contenerse ante una mujer (o idénticamente en la visconversa) a la que en la repartición de genes le tocaron precisamente los que a mí en lo particular pueden parecerme los ideales para hacer una reproducción perfecta de la especie, que, digamos, es el impulso generalizado y constante de todo atractivo sexual (y que así solito se llama calentura, sin que sepas por qué, y punto), al que luego le ponemos los asigunes: no es de nuestra clase social, no es de la misma raza, las diferencias de edad son muchas, es propiedad de otro, es de mi misma familia, es mi hermana o mi prima ¡o mi mamá o mi papá! (acuérdate del deterioro en que acabaron familias como los Habsburgo o los Trastámara por no ventilar los parentescos durante varias generaciones, y Edipo y compañía) y otras razones que hay para impedírnoslo y que sirven muy bien para mantener un conflicto largo o permanente con nosotros mismos si nos negamos a entender y aceptar que es algo que nos ocurre a todos los humanos, y seguramente a todas las demás especies. Ya nos estuvo contando José Sanchis (y hay un par de videos de National Geografic) la maravilla que son los bonobos, unos primates cuya relación general está basada en los tocamientos, acercamientos y penetraciones de todos contra todos sin que eso desate consecuencias de agresión o rechazo sino que, por el contrario, los hace ser un grupo absolutamente pacífico y amistoso.
Ganimedes estaba tan bonito que Zeus, el súper masculino depredador de la virtud de todas las figuras femeninas de la mitología griega, se lo lleva al Olimpo para tenerlo junto a sí sirviéndole las copas y poder meterle mano cuantas veces se le antojara, y seguro entre más copas le pedía que le sirviera más ganitas le daban de toquetearlo. Y toda la historia de ninfas desnudas en los bosques y nereidas entre las olas y el gentío de muchachitas esperando a que pasen los pastores, viajeros, guerreros, pescadores o poetas y las tomen, no es más que el reconocimiento de que somos así y más nos vale entenderlo y aceptarlo si no queremos gastarnos nuestra fortuna en el psicoanalista. Claro que no voy a estar de acuerdo en que el más gandalla del barrio se lleve a mi hijo adolescente y lo tenga ocupado en sus entretenimientos o que el vecino busque cómo llevarse a lo oscurito a mi hija niña o núbil para agasajarse ni en que mientras juegan los hermanos o los primos se metan al ropero y tracatán tracatán, pero eso, mi querido Narrator (y lo pronuncia Narreitor bien marcado), pertenece al orden de las convenciones que nos imponemos y los acuerdos a que llegamos para hacer nuestra civilización más llevadera tratando de limar nuestra imperecedera condición.
Pero en realidad no sé ya por qué te empecé a atosigar con este discurso bobo, seguramente recordé mis inquietudes sexuales de niño, las fantasías que tenía y cómo ejercía eso que si hubiera sido bonobo no me habría representado ningún problema pero como era persona del culto y católico Siglo XX estaba tan mal visto y cuyas características principales eran lo que se llama voyeurismo y exhibicionismo; otro día te cuento qué tonterías se me ocurría hacer porque hoy no deriva hacia allá la plática, pero mira, bien que las convertí en hacerme un hombre muy visible y en un constante gozador de la miel de la mirada. ¡Ah, Teresa, qué bien te veía yo bañarte por las rajaduras en la madera de aquella puerta del baño en la azotea!