Una cosa radicalmente opuesta a lo que ahora son. Nada, pero nada que ver. No sólo que el punto de vista de uno como espectador fuera completamente distinto, no es igual ver una película cuando eres niño que verla de adulto con un juicio crítico acerca de las cosas de la vida. Y de la guerra. Pero no, no sólo era eso; es que el punto de vista desde el que estaban hechas era completamente diferente. Todavía las de la guerra de Viet Nam trataban de justificar la presencia del ejército, la cohesión entre los atacantes, algunos modos de comportamiento legítimos o legitimados por la necesidad. Y no digamos las de la Segunda Guerra Mundial. Entonces el ejército estaba formado por hombres ejemplares, rectos como la columna vertebral en formación ante sus superiores, seguros de la importancia de la misión que estaban desempeñando, incorruptibles y llenos de buenos pensamientos: regresar a casa después de haber conquistado la libertad para el mundo y encontrarse con su bella esposa y sus hijitos que habrían crecido tanto en su ausencia, y que los recibirían con tanto amor y abrazos tan cálidos, hmm, y con tan buen olor, porque no sólo estaría el olor de las deliciosas compotas de piña y melocotón que la abnegada compañera estaría preparando para recibirlos sino el jabón definitivo con el que los críos estarían recién bañados.
Casi estoy por decir que siento nostalgia por aquellas películas propagandistas de la guerra en donde la tropa estaba formada por hombres impecables, limpios, bien uniformados, decentísimos; todos los exabruptos se quedaban para la hora del combate y salían en forma de acción y no de palabrotas. Pero ahora, en las que he visto de las guerras en el Oriente Medio, lo primero que salta a la vista es el comportamiento de los soldados entre sí: hablan a gritos y no dicen dos palabras seguidas sin un fock y dos mother focker, ven revistas pornográficas o se entretienen en las páginas porno de Internet, las relaciones entre ellos están basadas en agresivos juegos de violación y sexualidad despectiva y cuando acaso quieren plantear sus dudas o movimientos espirituales son ya casos patológicos que debieron ir al psiquiatra hace mucho tiempo. La relación entre clases es de una impenetrable jerarquización y quien comanda al pelotón suele ser semejante a un instructor que está identificado con el duro cuya misión es formar hombres rudos para que puedan salvar la vida en cualesquiera circunstancias por más que los malditos terroristas, que son todos los demás, con los que se tendrán que enfrentar, sean muchos más y estén asistidos por las fuerzas del mal y la perversidad.
No he visto muchas, pero todas coinciden en estas generalidades que digo. No hay nada heroico ni épico, nada que celebrar en nombre de los dioses de la guerra. No hay enfrentamiento de poderes humanos. Hay errores de apreciación, exaltación enfermiza del terror al enemigo, confusión total entre combatientes y población civil, aparición en ofensivos primeros planos del adoctrinamiento falaz con que acuden a jugarse la vida en los campos de batalla y el convencimiento que tienen los soldados –y se deshace como cristales delgadísimos en los espectadores- de la necesidad de invadir países para salvarlos de las garras de las dictaduras que comandan los terroristas y evitar que se desplacen y lleguen hasta las doradas puertas de América, que a fin de cuentas –en las películas, digo- es el sitio en donde está la remotísima posibilidad de regresar a una vida más o menos normal, aunque sobre ella esté la autoridad, siempre vengativa y dispuesta a castigarte, hagas lo que hagas. Porque acuérdate que te llamas Rodríguez o Soto o Martínez…