Dejar de fumar

-Su cadáver era más pequeño de lo que yo me imaginaba. Era un bultito envuelto en una tela verde reglamentaria de hospital. Y no sé si será cierto o estaba acostado de lado; a lo mejor es nada más una suma de los recuerdos que tengo de él, que muchas veces lo vi acostado en esa posición, con una mano entre las piernas. Aunque siempre me dijo que no dormía, que dormitaba pero desde hacía muchos años había perdido la facultad de dormir. Ahora, si es que estaba de lado, no dormía sino que estaba muerto. Ya no era mi papá, era un cadáver que no respondía a la estatura que yo habría querido que tuviera. Y otra cosa: estaba echado sobre una parihuela o sobre una camilla en el suelo, o sobre algo muy bajo en todo caso, porque la imagen era, aunque estábamos dentro de una funeraria, la de un muerto abandonado en un rincón. Como esperando turno para que lo tomaran en cuenta. Y aunque quiero sacarle más provecho a la memoria, lo único que veo son mis pasos caminando afuera de la funeraria en la calle de San Fernando, en Tlalpan, rumbo a mi coche. No puedo reconstruir la fecha ni mi atuendo ni la hora del día ni cuál sería mi coche, de qué color siquiera-. Hace una pausa como si tratara de abrir la lente para tener una visión más amplia o mejor afocada, más nítida; pero al contrario, parece que el cuadro se llenara de otras imágenes que se sobreponen arbitrarias y desordenadas y acaban por hacer un cochinero del que sólo puede rescatar la primera, la del bultito.

-No es que hubiera tomado la decisión de dejar de fumar– recuerda que ha dicho varias veces al referirse a esta situación y evocar este momento- lo que pasó fue que el siguiente cigarrillo no lo encendí, lo pospuse, y así me seguí, como alcohólico anónimo, dejándolo para después. Me imaginaba que acabando de comer no podría esquivarlo; luego pensaba que por la tarde se me impondría con esa autoridad que es difícil discutir; por la noche sería inevitable –sigue tratando de recorrer el hilo que lo llevó durante por lo menos dos semanas por un camino en el que los cigarrillos se quedaban esperando turno, pero tampoco tiene asideros de la memoria que le permitan describirlo; es más bien un recuerdo que ya tuvo antes varias veces, hace mucho tiempo, y lo sintetizó, porque ya se borraron todos sus elementos, en esta explicación, o algo semejante. Lo siguiente es una tarde de toros. Plaza México, llena. Sol. Ruido. Color, mucho color.

-No sé si habrían pasado dos o tres semanas, pero conociéndome, eso me parece razonable: estaba a punto de flaquear. Llevábamos la bota llena de vino y el ánimo de euforia. Era una de esas tardes en que Arturo Beristain y yo estábamos dispuestos a vivir la fiesta hasta sus últimas consecuencias. Nos dejábamos mirar de pie en el primer tendido esperando que comenzara el paseíllo, oyendo las barbaridades que gritaba la gente, los saludos de lado a lado de la plaza de los habitués de las porras, los aplausos y las risas o las rechiflas que coreaban. Participábamos, por supuesto. Y entonces el vecino de asiento, al que le habíamos convidado con la bota de vino, me ofreció un puro. Yo creo que fumé puro los siguientes treinta años. Más o menos. Nunca más un cigarrillo, porque decían que de eso se había muerto mi papá.

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